El caso Galileo ha salpicado polémicamente la historia de la Iglesia hasta nuestros días y, tras documentarme sobre ella, he llegado a la conclusión de que no es correcto simplificar de forma maniquea la historia de la condena a Galileo como
peli de buenos y malos.
Creo que como hemos leído, el relato de Solís y Sellés está históricamente bien fundamentado. Mientras el copernicanismo fue una doctrina abstrusa de un oscuro matemático polaco, no pareció haber problemas. Pero cuando Galileo publicó sus descubrimientos, toda Europa contemplaba cómo se desmoronaba la cosmología aristotélica, uno de los pilares con los que la Iglesia había articulado gracias a Santo Tomás la verdad de su doctrina. Y he aquí por qué, en plenos enfrentamientos religiosos en una Europa quebrada por la Reforma y las disputas políticas, la postura de la Iglesia era tan contundente en lo que tuviera que ver con su principio de autoridad, fuera en cuestión sacramental o astronómica. Estoy con Nolano en que este aspecto es insoslayable. De hecho, Stillman Drake ha sugerido que las alusiones del propio Galileo a su celo por la Iglesia no eran pura cortesía de la época: buscaba proponer una forma de conciliar las Escrituras con los descubrimientos de la ciencia que se prometía imparable, y preservar así la autoridad de la religión en cuestiones de fe.
De hecho, en 1612, Galileo especuló con la idea de Kepler de que la rotación del Sol que mostraban sus manchas tuviera algo que ver con el movimiento de los planetas, lo que haría al copernicanismo compatible con la Biblia, pues la detención del Sol que pidió Josué a Dios habría detenido el cosmos entero (algo que el sistema de Ptolomeo, por otro lado, no podía explicar). Esta sugerencia de Galileo no hizo la menor gracia a los teólogos, al provenir ésta de alguien que no sólo trataba de demostrar científicamente el herético movimiento de la Tierra, sino encima explicar a los expertos cómo interpretar la Biblia. En Diciembre de 1614, el dominicano Caccini cargaba en un sermón contra la ciencia y los matemáticos, acusando explícitamente a Galileo de herejía e increpándoles a él y a sus seguidores, con poco atino teológico,
Hombres de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? (Hch 1, 11). Galileo arremetió contra este despropósito acusándolo de ignorante, en su habitual y polémica virulencia dialéctica.
En realidad, como sabía Galileo, el copernicanismo resultaba matemáticamente indiscernible del sistema de Ptolomeo y de Brahe, por lo que era preciso buscar otros argumentos e indicios para decantarse por alguno de los sistemas. Pero tras diferentes acusaciones de Caccini – que le permitieron escalar puestos –, la Iglesia condenó expresamente el copernicanismo en 1616 y prohibió enseñarlo como herético. Bellarmino se lo comunicó a Galileo teniendo que certificar que se lo comunicaba como a un católico más para desmentir los rumores de condena personal – documento que Galileo guardaría como oro en paño, tal y como dicen Sellés y Solís.
Sin poder pronunciarse a favor del copernicanismo, condenado en 1616, Galileo arremetió contra Brahe que era el último bastión de los jesuitas, hablando de física terrestre en la búsqueda de pruebas del movimiento de la Tierra. Creyó encontrar tres: las mareas, los vientos alisios, y el patrón anual aparente de las manchas solares. Erróneas las dos primeras pruebas, Galileo culminó con esta última, que Scheiner había descubierto, su refutación a Brahe: para hacer plausible el comportamiento de las manchas y la inclinación del Sol, los geocentristas tenían que recurrir a cuatro inverosímiles movimientos solares. Esta explicación que salva las apariencias cinemáticas resultaba
“casi imposible para mi intelecto” en palabras de Galileo, dinámicamente injustificable, y mucho más sencilla de resolver con el sistema heliocéntrico. El principio de parsimonia o economía ontológica – navaja de Ockham – que la filosofía de la ciencia estudia se ejercía aquí, reforzando la verosimilitud de la tesis galileana, aunque ciertamente no dotándola de una verdad irrefutable.
Además, aunque el movimiento de la Tierra sea indiscernible de su reposo, Galileo expuso algunas experiencias difíciles de medir para la época que sí podían probarlo (Por ejemplo el de un peso cayendo desde una torre suficientemente alta, que en lugar de retrasarse hacia occidente como criticaban los contrarios al movimiento terrestre, lo haría hacia oriente; o el disparo hacia un objetivo situado al Sur a lo largo del mismo meridiano que se desviaría hacia la derecha por el que después sería llamado efecto Coriolis). Es cierto que los argumentos no eran indudables, pero eran tan poderosos, que la República europea de las letras, con la excepción del ejército de Loyola, abandonó a Ptolomeo y Brahe.
Mientras, comenzó el proceso contra Galileo en el que confluyeron diferentes motivos hacia la condena: Además de la discusión filosófico-teológica, algunos sostienen que el Papa se habría sentido ofendido al verse caricaturizado en el ridiculizado personaje de Simplicio en el Diálogo. Solís y Sellés insisten en que, sobre todo, el Papa afrancesado habría quedado acorralado por España a causa del coqueteo que había mantenido con Francia en la Guerra de los Treinta Años del lado de los protestantes de Suecia. Así, la oposición proespañola encabezada por el cardenal Borgia le acusó de connivencia con la herejía, siendo amenazado con la destitución por el cardenal Ludovisi. Urbano VIII, temeroso, abandonó su política aperturista haciéndose pasar por más ortodoxo y conservador que nadie, entregando con ello el símbolo de la apertura: Galileo, que fue condenado en 1633 acusado de herejía y de tratar de engañar al Papa en un juicio lleno de irregularidades procesales. Su escrito había sufrido media docena de correcciones a manos de la Inquisición que Galileo había aceptado, por lo que para condenarle era preciso corregir antes a la Inquisición. Por ello, uniendo la sospechosa pérdida del Diálogo original entre los archivos de la Inquisición, se buscó la excusa de que Galileo hubiera infringido un precepto personal de 1616, documento sobre el que hoy planea la sospecha de la falsificación. Pero Galileo conservaba el documento extendido por Bellarmino. Así que finalmente se hizo un trato extrajudicial con Galileo en que se le prometió una sentencia benévola a cambio de una confesión que salvase la cara de la Iglesia, no tanto por sus tesis científicas sino por su imprudente interpretación teológica. Las acusaciones que sostuvo el Tribunal, anclado en la literalidad de las Escrituras que creía amenazas y ajeno a la hermenéutica posterior de las mismas, gozaban de cierto fundamento: Galileo no había dado pruebas radicalmente irrefutables. En palabras de W. Brandmüller:
“Todo esto conduce al paradójico resultado de que Galileo se equivocó en el campo de la ciencia y los eclesiásticos en la teología, mientras que éstos acertaron en los terrenos científicos y el astrónomo en la exégesis” (Galileo y la Iglesia, 2ª edición, Rialp, Madrid, 1992). La explicación de Copleston, aunque obvie el aspecto político que destacan Sellés y Solís, me parece acertada. Al final, como siempre, razones e intereses se embridan como trigo y cizaña.
El caso Galileo ha sido blandido contra la Iglesia durante años, y el triunfo de su ciencia, como sostuvo Popper, es tan incuestionable que la polémica resulta ya algo rancia. El suceso, sin duda, se ha instrumentalizado ideológicamente de forma escandalosa, hasta el punto de que hay muchos que creen todavía que Galileo fue quemado en la hoguera como le ocurriera a Bruno. Galileo fue un hombre de carne y hueso que no puede mitificarse como paladín de la ciencia y la verdad, pues como todo humano, se movía por diversos motivos además del afán científico (se dieron casos en los que atacó duramente a los astrónomos jesuitas que sostenían que unos cometas observados eran objetos reales, frente a la opinión de Galileo, que sostenía a priori que eran ilusiones ópticas, porque pensaba que no cuadraban con el sistema copernicano que defendía). Su voracidad dialéctica y, en ocasiones su dogmatismo, eran conocidos (no escatimaba en agresiones verbales llamando a sus oponentes “imbécil, con la cabeza llena de pájaros”, “apenas digno de ser llamado hombre”, “alguien que se ha quedado en la niñez”, “una mancha en el honor del género humano”, etc.). Cuando fue llamado a Roma se alojó, a cargo de la Santa Sede, en una casa de lujo, con 5 habitaciones, vistas al jardín vaticano y servicio personal. Tras la sentencia fue alojado en la famosa Villa Medici en el Pincio. Desde allí se trasladó en condición de huésped en el palacio del Arzobispo de Siena, uno de sus admiradores. Al final acabó en su villa de Arcetri, llamada “La Joya”, siendo miembro de la Academia Pontificia de Ciencias y sin perder la estima y amistad de obispos y científicos. Frente al falso adagio que se le atribuye del
Eppur si muove que al parecer inventó Giussepe Baretti en Londres en 1757 (Messori Vittorio, Leyendas negras de la Iglesia, Ed. Planeta, Barcelona, 1996, p.117), escribió al final de sus días
En todas mis obras no habrá quien pueda encontrar la más mínima sombra de algo que recusar de la piedad y reverencia a la santa Iglesia (Messori Vittorio, Leyendas negras de la Iglesia, Ed. Planeta, Barcelona, 1996, p.120). La foto que pintan Sellés y Solís de un Galileo aislado y ciego al que se le impedía ir al médico y a misa quizá deba ser matizada.
La figura de Galileo Galilei volvió a ponerse de actualidad en 1979, cuando Juan Pablo II organizó una investigación para esclarecer los distintos aspectos del proceso al que fue sometido. En 1992 el Papa se lamentó de cómo fue gestionado el caso Galileo, reconociendo ciertos errores cometidos por los teólogos que le enjuiciaron, pero la comisión volvió a concluir en negar que las tesis de Galileo fueran irrefutables, exonerando a la Iglesia e impidiendo la rehabilitación completa de Galileo. Ya como cardenal Ratzinger, y después como Benedicto XVI, el actual Papa ha mostrado cierta ambigüedad en este asunto: Por un lado ha criticado a Galileo y justificado la actuación eclesial, y por otro ha promovido diferentes actos alabando la figura de Galileo y su inigualable contribución a la ciencia moderna.
“Genio maligno” escribió:
cuando la Iglesia "ha pedido perdón" por el "caso Galileo", lo que está haciendo es reconocer un error "procedimental", pero no entra en el fondo del problema, si fue un error o no la influencia de la Iglesia en la configuración política, social y cultural de Occidente.
Si razones e intereses se embridan como trigo y cizaña, resultaría muy poliédrico y complejo analizar el papel de la Iglesia en la configuración política, social y cultural de Occidente a lo largo de la Historia – además de salirnos del tema de este hilo y probablemente del foro. En lo que respecta a la filosofía natural y al pensamiento en general, es posible que la tesis de Khun sea acertada, pues a los capítulos “calientes” al estilo de Galileo se suman muchos otros que parecen ofrecer una imagen diferente de la Iglesia. Aunque la considerasen sierva, muchos santos estimaron que la filosofía natural ayudaba a contribuir a una mejor comprensión de la fe; y muchos laicos alcanzaron sus grandes logros filosóficos y científicos gracias a la inspiración que les proporcionaba su fe en un Dios geómetra, tan inteligente y asombroso ingeniero como para haber creado la maravilla de la naturaleza en la que podía descifrarse con la razón su impronta (entre los santos: San Anselmo, San Agustín, San Alberto Magno, Santo Tomás… y entre los laicos: Kepler, Descartes, Boyle, Newton, Leibniz,…). Algunos autores han considerado que el mandato
“creced y multiplicaos, poblad la tierra y sometedla” (Gen 1, 28) ha inspirado el dinamismo occidental europeo, impulsado por su tecnociencia, a ser pionero en el mundo. En ese sentido, comparto contigo también que Galileo podría ser considerado cresta de ola del cambio cultural que se producía en occidente y para el que el cristianismo había contribuido indudablemente. Y de ahí, vuelvo al origen de mi hilo y la conclusión de mi análisis que rechaza toda lectura maniquea.