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TEMA: El muro de la libertad

El muro de la libertad 26 Dic 2014 17:48 #28006

  • grealeser
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EL MURO DE LA LIBERTAD

Escribió Marx que “la desvalorización del mundo humano es razón directa de la valorización del mundo de las cosas”. En este sentido todos nosotros, hombres y mujeres hodiernos, somos hijos de esa corrosiva y decadente enfermedad antropológica que con atinado sentido crítico anunciara ya en el siglo XIX el filósofo y sociólogo alemán. Y es que hay que ser impenitentemente optimista para creer que el progreso es en sí mismo algo bueno, virtuoso y deseable, una meta a lo que todas las sociedades debieran tender. Cuando se dice progreso se quiere decir, la mayor de las veces, progreso material, pero a veces este tipo de progreso hace retroceder otros progresos, como la libertad de una sociedad, u otras dimensiones humanas, como la sensibilidad ante las circunstancias a la que todo ser humano se ha de someter por el hecho de serlo, o como la fortaleza de ánimo con que poder pertrecharse ante el ciego devenir azaroso y caprichoso.

Por tecnológicamente avanzados que nos tengamos en ciertas cuestiones vivimos en el paleolítico inferior con respecto a asuntos netamente éticos como el que aconteció en este nuestro Occidente hace unos 2.000 años. En el siglo II d.C., en la antigua ciudad de Oinoanda, en la actual Turquía, vivó un filósofo llamado Diógenes de Oinoanda, afín al pensamiento ético de Epicuro. Este pensador ordenó levantar un muro cerca del mercado de la ciudad, un imponente muro de ochenta metros de largo por cuatro de alto, e hizo que en él se inscribieran en color rojo las máximas de la filosofía epicúrea sobre la felicidad y la dicha. El mensaje pétreo se hacía totalmente legible desde el mercado en el que se comerciaba, hoy igual que entonces, con todo tipos de productos: alimentos, ungüentos, joyas, figuras decorativas, alhajas traídas de Oriente, vestimentas, armaduras, etc., cosas, en definitiva, de las que unas son necesarias y otras contingentes, unas básicas y otras superfluas.

Para quien nada sepa sobre Epicuro habría que decir que fue un filósofo griego que vivió en el siglo IV a.C. y que fundó el Jardín, una especie de retiro espiritual donde se reunía gente afín a las ideas del maestro mediante las que se pretendía buscar la felicidad del día a día; algo así como un grupo de amigos que mediante la convivencia y el diálogo de temas esencialmente humanos pretendían encontrar la calma y, a través de ella, la felicidad. Más concretamente pensaba Epicuro que la mayor virtud a la que podía aspirar el ser humano consistía en conseguir la mayor cantidad de placer posible, pero este placer no era algo pasajero y consumible, no era un placer del instante que se volatiliza en el mismo acto de ser consumido, no era un placer del aquí y ahora, sino que el placer más excelso se obtenía en la eliminación de la turbación y los miedos del espíritu (ataraxia). Una concepción del placer que apunta a la autosuficiencia, a la fortaleza del ánimo, al bastarse a sí mismo, a sobreponerse a las circunstancias, a los temores, a los miedos, a las perturbaciones exteriores, en hacerse fuerte desde el sí-mismo para poder disfrutar del mundo con el sosiego necesario. Epicuro vivió en un tiempo de crisis, un tiempo en que el esplendor de la Grecia clásica de Pericles, Fidias, Heródoto, Tucídides, Platón, Aristóteles y tantos otros daba paso, tras las hazañas de Alejandro Magno por Oriente, a una desestructuración sociopolítica en donde terminó por reinar el caos, el desorden y la inseguridad; una contexto en el que a la grandeza histórica y cultural de un pueblo le siguió una desconfianza en sus propias fuerzas, toda vez que se hundió lo que nunca se pensó que se hundiría. Precisamente por ello Epicuro supo ver y hacer ver que la trinchera realmente inexpugnable es la de la interioridad, lugar en donde se ejerce la libertad y desde donde se parte hacia el mundo y sus circunstancias. La felicidad quedaba, entonces, tan adentro del hombre que poco importaba el mundo de las cosas.

Diógenes, con su muro, puso toda la derrochadora clarividencia epicúrea al servicio de la gente, al servicio de los comerciantes, de los ricos y pobres, de navegantes, mercenarios, sirvientes, trabajadores de la tierra y del mar, en definitiva, al servicio de todos aquellos que desearan leer y aprehender las inscripciones que sobre ese imponente muro de piedra aparecían desbordantes de sabiduría. Máximas de Epicuro como “si quieres hacer rico a Pitocles, no aumentes sus dineros, sino limita sus deseos”, “reboso de placer cuando dispongo de pan y agua. Y escupo a los placeres del lujo, no por ellos mismos, sino por las molestias que los acompañan luego” , “el hombre que no se contenta con poco, no se contenta con nada”, “la necesidad es un mal, no hay necesidad de vivir bajo el imperio de la necesidad” o “la riqueza, de acuerdo con la naturaleza, consiste toda ella en comida, agua y un abrigo cualquiera para el cuerpo; la riqueza superflua provoca en el alma un ilimitado aumento en los deseos” pretendían poner en alerta a los asiduos al mercado a fin de prevenirles de que la felicidad no entiende de cosas sino de estados internos, que la felicidad no se compra sino que se construye, que la felicidad no es lo que tengo sino lo que hago, que la felicidad, en definitiva, nunca es un punto de llegada sino un puente que nosotros mismos tendemos para alzarnos sobre las ciegas circunstancias que nos rodean. Lo que Diógenes hizo fue un gesto de altruismo político sin parangón: el de que cada cual pudiera poner en práctica su propia libertad y eligiera por sí mismo, sin verse atado o sometido a la tiranía de las modas, de las convenciones sociales ni tan siquiera al servilismo de los caprichosos deseos humanos.

Tanto Epicuro, Diógenes, como luego Marx, sabían a la perfección que el hombre que vive para las cosas termina siendo siervo de ellas; quien posee una multitud de cosas termina siendo poseído por ellas, y que el valor humano termina siendo desplazado al valor de las cosas. Las cosas, que debieran ser usadas para vivir, terminan por convertirse fin en sí mismas, y el hombre acaba siendo un medio de producirlas y de consumirlas. Así nace, en un mundo desalmado, el llamado fetichismo de la mercancía: la creencia en que los objetos poseen propiedades sobrenaturales o propiedades humanas. Es en este contexto en donde un maravilloso desodorante es capaz de atraer a varios pares de féminas hacia el todopoderoso consumidor o en donde a un turismo se le asignan valores metafísicos como los de ser un paraíso en medio del infierno de las calles abotargadas de chatarra y prisas. Es así como el hombre se rebaja en dignidad por debajo de las cosas y como la propaganda, la televisión y la política, rendida al capital y a sus esbirros, pretenden reducir toda la existencia humana a lo que ese hombre sea capaz de producir o de consumir: tanto tienes tanto vales, tanto compras tanto eres, tanto produces tan útil eres.

El hombre, arrodillado a las cosas, ni puede ni sabe hallar su libertad. Sustituida la reflexión crítica por el ocio más alienante y por la pirotecnia diaria de acontecimientos banales, y vendida la ética, las ideas y los principios al diablo de Wall Street, el hombre se queda huérfano ante la inmensidad de un mundo que siempre termina por superarle. La política se corrompe porque los medios se erigen sobre los fines, porque las cosas se sobreponen a las ideas. La política, que Aristóteles definiera como fin de la sociedad y como la actividad más noble del ser humano, se convierte en un medio de conseguir estatus, poder, capacidad de influencia y persuasión, es decir, en capacidad última de incrementar la seguridad material ante las circunstancias humanas, como si al hombre le fuera dado jugar al escondite con la muerte.

Levantemos un muro incorpóreo entre todos. Levantemos un muro como el de Diógenes en nuestras conciencias y demostrémonos a nosotros y al mundo, a nuestros hijos y a su futuro, a la historia y a nuestra raza que las ideas pueden y deben ganar la batalla a la cosas. Recordemos que Sócrates murió de su propia mano porque prefirió sufrir la injusticia a cometerla. Comencemos por nosotros mismos. Luego, sembremos las semillas oportunas a nuestra familia; a nuestro padre, a nuestra madre, a nuestros hermanos. De nuestra familia hacia el vecindario, del vecindario a la ciudad. De la ciudad a la región y de ésta a la sociedad, a las sociedades, al hombre y a la mujer concretos, que siempre son quienes sostienen la historia. Erijamos un muro incorpóreo para reconstruir este mundo en crisis que se desmorona a golpe de telediario, que se despereza para redimir a la humanidad y devolverle su dignidad perdida. Levantemos ese muro, no hay otra revolución que ésta. Alzamos ese muro y coloquemos en el centro toda la potencia y el arrojo de las palabras del sabio Epicuro: “La corona de la ataraxia es incomparablemente superior a la corona de los grandes imperios”.
El noble debe vivir con honor o con honor morir.- Sófocles.
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El muro de la libertad 26 Dic 2014 19:12 #28008

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El dominio de sí quizás no consista en una “ataraxia” entendida ésta como un matar parte del mundo tendencial sino en un “esfuerzo”. Entendido este “esfuerzo” como un envolvimiento de todas las tendencias, pero no para anularlas, sino para potenciar otras. Desde el punto de vista de las tendencias, y como dice Jaime Calderón Calderón, el “esfuerzo” consistirá entonces no sólo en anular ciertas tendencias sino en encauzarlas, en subrayar unas y sofocar otras y tal vez en algunos casos reorientar la volición para curar y conformar la voluntad. Aunque no basta con enseñar a una voluntad a esforzarse y a ser dueña de sí misma, sino que es menester darles cauces, convicciones, con las cuales la realidad tenga sentidos para ella.

Personalmente no creo que sea posible la eliminación de la turbación o de los miedos del espíritu pero sí que veo factible, en mayor o menor medida, el cómo afrontar dichas turbaciones y miedos para que dichas afecciones sean minimizadas.

Hay otra cuestión que no me hace compartir el concepto de “ataraxia”. Y es, tal cual yo la interpreto, que al parecer puede alcanzarse la felicidad al margen de los “otros”. Hay una concepción antropológica “atómica”, y por tanto, no-relacional del hombre, que no comparto. Es esa concepción del hombre como “autosuficiente” o como que se “basta a sí mismo” la que no sé si puede alcanzar aquellas metas que se propone.
Última Edición: 26 Dic 2014 19:12 por elías.
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El muro de la libertad 27 Dic 2014 21:06 #28013

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Estoy de acuerdo en algunas ideas que mencionas, como que la de que la ataraxia, por sí sola, es impotente para encontrar la felicidad social. Pero si bien no es condición suficiente sí es condición necesaria. ¿Por qué? Pues porque considero que el hombre valiente y fuerte no es sino aquel hombre a quien nada puede ser arrebatado; la fortaleza reside entonces en otro ámbito que no es meramente el ámbito de las cosas. Es a partir de este hombre reflexivo que se sabe agraciado con el mero hecho de ser desde donde se puede armar una ingeniería sociopolítica consistente y coherente con el mundo de las ideas, un mundo de las ideas no separado de la realidad sino al servicio de la misma, un mundo de las ideas que haga de la política fin último de la sociedad. Por esto mismo trato de abandonar el ámbito atómico de la ética (tal como apuntas) para saltar al ámbito molecular de la misma, ya que no hay política sin ética, y no hay ética sin ánimo valeroso o, lo que es lo mismo, sin el esfuerzo del hombre por indagar y sobreponerse una y otra vez a su trágico mundo humano.
El noble debe vivir con honor o con honor morir.- Sófocles.
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El muro de la libertad 27 Dic 2014 21:42 #28014

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Verás, estando de acuerdo con la exposición que haces del problema hay una cuestión ( quizás semántica) que no termino de entender. Dices que la ataraxia es una condición necesaria para alcanzar la felicidad social. Y cuando expones los motivos de dicha necesariedad aduces que el hombre debe de ser valiente y fuerte ( con lo cual estoy de acuerdo). Pero esa fortaleza y valentía no consisten en una parcial anulación del ser humano sino justamente en lo contrario, es decir, en una superación o en un sobreponerse a las adversidades ( bueno, tú utilizaste el término tragedia) que le acontecen a todo ser humano. Y tal cual yo lo veo, precisamente ese sobreponerse o esa superación es justo lo contrario a la "ataraxia".
Bien es verdad que para alcanzar la felicidad a veces se hace necesario cierta resignación. Pero la resignación no tiene por que conllevar la anulación. En cualquier caso, e insisto, quizás solo sea una cuestión de matices o semántica.
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