(Sigo básicamente para mis comentarios los capítulos I, II y XVII del libro de Hierro-Pescador. No sé si en las lecturas que se proponen en el Grado, se exponen otros conceptos diferentes.)
Yo diría que el “escepticismo viejo” alude a la doctrina de Hume, que es la referencia clásica de la filosofía de la mente moderna. Frente a la “certidumbre cartesiana” acerca de la mente, como res cogitans, una de las dos clases de sustancias que Descartes identificó (la otra, la res extensa), derivada de la conciencia introspectiva del Yo contenida en su cogito, Hume puso en cuestión la existencia del Yo. El filósofo escocés sólo era consciente de tener impresiones. Pero de ahí no podía concluirse ni que existiese una conexión entre tales impresiones ni que hubiera un sustrato o sustancia que unificase esa secuencia de impresiones o “ideas”; el Yo o la autoconciencia eran ilusiones y no se podía afirmar de ninguna forma que existiese algo así.
Kant le siguió en esa línea e igualmente rechazó el dualismo cartesiano. El alma como sustancia simple niega Kant que pueda afirmarse como un dato cognitivo. Al no poder ser objeto de intuición sensible, el alma no puede ser afirmada, sino sólo postulada dentro de una doctrina de la razón práctica.
Toda esa base doctrinal que niega la posibilidad de afirmar el Yo o la conciencia ha sido recogida por la tradición analítica predominante en la filosofía de la mente. En este sentido es especialmente relevante la posición de Ryle y su crítica al “teatro cartesiano”. En realidad, ya la primitiva doctrina cartesiana tenía insalvables dificultades para explicar cómo el cuerpo podía obedecer al alma y estar unido a ella (el “fantasma en la máquina” llamó Ryle al esquema cartesiano del funcionamiento del hombre donde una mente, o res cogitans, gobierna un cuerpo, cuya naturaleza sería la de res extensa). La posición dominante de la filosofía analítica de la mente es monista y fisicalista: el hombre sólo es algo físico y no hay nada no-físico que gobierne el cuerpo o que exista fuera del cuerpo o más allá del cuerpo.
El problema es, sin embargo, que no existe una teoría neurofisiológica que pueda dar explicación de lo mental; sin descartar, como vaticinan algunos, que los avances en las ciencias neurológicas puedan acabar estableciendo relaciones causales firmes entre la actividad física cerebral y la conducta humana, lo cierto es que, por el momento, se prefiere generalmente admitir que lo mental constituye un espacio explicativo no reductible en su totalidad, y ni siquiera en su mayor parte, a causas físicas conocidas. Pero eso no supone, ni mucho menos, el reconocimiento de una sustancia mental, o alma, sin soporte físico.
Ello conlleva una importante consecuencia: cuando decimos que se tiene una conciencia de sí, o una introspección, ¿cuál es el objeto de esa conciencia? ¿No nos estamos moviendo en un círculo vicioso en el que el sujeto que conoce es el mismo objeto conocido o, como decía Ortega, que lo que busca es lo mismo que lo buscado? En general, por tanto, se rechaza la posibilidad de la introspección como método de acceso privilegiado a la propia mente. Eso está en línea con la psicología conductista: no se puede observar lo que pasa en la psique humana, sólo podemos observar las manifestaciones físicas y visibles de una presumible actividad psíquica.
El Yo es, por tanto, como apuntó Wittgenstein, un deíctico: no designa un sujeto o una entidad, sino que lo que se predica va referido al propio sujeto, igual que podía ir referido a otra persona. No es lo mismo decir “yo tengo dolor” que “Ludwig Wittgenstein tiene dolor”; esto último es equivalente a decir “Luis García tiene dolor”, pero decir “yo tengo dolor” es distinto, pues se refiere al sujeto proferente (y éste puede ser Wittgenstein, García o cualquier otra persona). El Yo no es una referencia fija.
Por eso, Strawson sostiene la idea de que, para poder atribuirme estados mentales a mí mismo, es condición necesaria que se los pueda atribuir a otras personas. De ahí que el concepto de mente no se construya por introspección, sino por analogía entre los comportamientos que vemos en las personas. Como afirmaba Wittgenstein, yo llamo dolor a lo que me han enseñado que debo llamar “dolor” (juego de lenguaje); y eso lo he aprendido por educación, pues, cuando he ido manifestando ciertos signos externos (gritos, muecas, lágrimas) asociados a cierto estado mental, me han enseñado desde niño que eso es “tener dolor”. Y eso me permite predicar que Fulano tiene dolor cuando las manifestaciones externas de su presumible estado mental son las mismas que yo manifiesto cuando tengo dolor, según dicho aprendizaje.
(Nota final: Esto no es una respuesta canónica a la pregunta de examen. Es sólo una respuesta personal basada en lo que he estudiado sobre esta cuestión. La respuesta de Adu me parece que puede ser tan válida como la mía.)