Hemos venido discutiendo en
este hilo una cuestión que, a mi parecer, estaba mal planteada, por las razones que allí he expuesto. Por ello abro este otro hilo para afrontar lo que, quizá, es otro problema distinto, pero muy emparentado con aquél.
En efecto, si por “morir” entendemos dejar de ser algo para pasar a ser otra cosa, creo que no puede negarse, desde nuestra propia experiencia, que la vida y el mundo es un continuo movimiento, un juego permanente de “corrupción y generación” dicho con palabras aristotélicas. No voy a discutir aquí, por supuesto, sobre la doctrina de Parménides y sus epígonos, sean spinozistas o más postmodernos; está desfasado, hoy en día, discutir lo que percibimos en cada momento por nuestros sentidos oponiéndole razonamientos basados en proposiciones meramente analíticas o sofismas fundados en la equivocidad de palabras como “ser”, que se utilizan en argumentos en los cuales significa cosas distintas en cada una de las premisas.
Sobre lo que quiero discutir es sobre el “yo”. Y sobre si ese yo es o no mortal. Para ello partiré de la exposición que hace José Hierro-Pescador en su libro “
Filosofía de la mente y de la Ciencia cognitiva” (Akal, 2005), texto básico de la asignatura Filosofía de la mente en el plan de estudios de la UNED, concretamente en el capítulo XVII que lleva por título “
La construcción del yo”.
El núcleo de ese capítulo está centrado en las ideas de Wittgenstein al respecto. “
Wittgenstein dijo en 1929: «La palabra “yo” pertenece a aquellas palabras que se pueden eliminar del lenguaje», y ésa es una de las más radicales condenas del concepto «yo» que puedan hallarse en Filosofía”.
¿Qué quiere decir Wittgenstein? Creo que la cosa es bastante fácil de entender. “Yo” es un deíctico, como “tú” o “éste” o “aquél”. Por tanto, si digo: “
Yo estoy sentado delante del ordenador”, lo que estoy diciendo es: “
Nolano está sentado delante del ordenador”. Y si tú, que supongamos que te llamas Juan, dices: “
Yo estoy sentado delante del ordenador”, aunque las palabras son exactamente iguales que las mías, no dices lo mismo que yo, puesto que tú dices con eso: “
Juan está sentado delante del ordenador”. De forma que aunque los dos digamos: “
Yo estoy sentado delante del ordenador”, esa proposición en mi caso puede ser verdadera y en el tuyo falsa, o viceversa. Eso muestra que no es la misma proposición, pues la misma proposición no puede ser a la vez verdadera y falsa.
Por tanto, en principio, como decía Wittgenstein en la frase citada antes, la palabra "yo" se puede eliminar del lenguaje. Forma parte de la economía lingüística, pero al coste de posible equivocidad epistemológica.
El problema es la tendencia de la filosofía occidental tradicional a atribuir a cada palabra una “entidad”; creer que, por haberle dado un nombre a una cosa, esa cosa existe. Y es lo que pasa con el “yo”: que se da un estatuto ontológico a lo que sólo es una práctica de economía lingüística.
Pero una vez dicho lo anterior, inmediatamente se nos presenta otro dilema. Si yo, Nolano, digo “
Nolano está sentado delante del ordenador” y tú, Juan, dices “
Nolano está sentado delante del ordenador”, enunciados que o son verdaderos o son falsos a la vez, pero no uno verdadero y el otro falso, ¿estamos diciendo lo mismo? Quiero decir: ¿tienen ambos enunciados el mismo contenido cognitivo?
Por supuesto, si Juan dice “
Nolano está sentado delante del ordenador” y Luis dice “
Nolano está sentado delante del ordenador”, el contenido cognitivo no puede ser el mismo, pues la percepción de Juan y la de Luis (por muy parecidas que puedan ser) no son la misma percepción, y siempre habrá matices subjetivos en lo que uno y otro entienden por sentarse o por ordenador. Desde ese punto de vista, la proferencia del enunciado “
Nolano está sentado delante del ordenador” no puede tener exactamente el mismo contenido si la profieren Nolano, Juan o Luis (aunque sí el mismo valor veritativo, que es intersubjetivo).
Pero no es ése el problema de la conciencia, sino el siguiente: el contenido de ese enunciado ¿es privilegiado en el caso de que lo profiera Nolano respecto de su proferencia por cualquier otra persona? Ése es el verdadero problema que plantea la conciencia o la “construcción del Yo”. Descartes, por ejemplo, creía que sí hay ese acceso privilegiado, pues al afirmar como imposible dudar de la proposición “
(yo) pienso, luego (yo) existo” (que, como acabamos de ver, no es sino decir: “
Descartes piensa, luego Descartes existe”) dice claramente que el contenido de ese enunciado pronunciado por Descartes es cognitivamente infinitamente superior a ese enunciado pronunciado por Nolano; esa diferencia cualitativamente infinita radica en que para Descartes eso es totalmente indudable y para Nolano es dudoso: hay un abismo cognitivo entre ambos supuestos. Descartes está completamente seguro de que su proferencia es cierta, mientras que si Descartes dice: “
Nolano piensa luego Nolano existe” no está seguro de que eso sea verdad, pues no puede saber con certeza que Nolano piense.
Pero, ¿podemos estar seguros de que cada cual dispone de ese acceso privilegiado al yo propio del que no disponen los demás? ¿Es una auténtica conciencia la autoconciencia? ¿Puedo saber algo más sobre mí mismo mediante la introspección de lo que puedo saber por mi propia conducta? En principio, yo tengo un acceso fenoménico a mi propia conducta (percibo mis propios movimientos, los latidos de mi corazón, oigo mi respiración, etc.) y en eso nada se diferencia el conocimiento de mi yo del conocimiento que puedo tener de las demás personas (salvo las propias circunstancias fenoménicas de la percepción: la cercanía de mis sentidos perceptivos a lo percibido, la habitualidad temporal, la continuidad temporal del contacto de mis sentidos con mi propia conducta, etc.). Pero ¿sé algo más sobre mí mismo? ¿Puedo conocer más cosas sobre mí mismo que mis propios movimientos físicos exteriorizados, que mi propia conducta?
En realidad, creo que el problema es muy similar al que se planteó Kant en la “
Crítica de la razón pura” respecto del entendimiento o conocimiento del mundo físico: puedo conocer hechos en el mundo, pero no puedo conocer el mundo en su totalidad; eso está fuera del alcance de mi percepción que es sólo fenoménica. Pero, igualmente, aunque esto Kant no llega a decirlo expresamente, que yo sepa, preso seguramente de sus prejuicios sobre la inmortalidad, unicidad y simplicidad del alma, de la misma forma que no puedo emitir juicios solventes sobre el mundo en su totalidad, no puedo emitir juicios solventes sobre mi propia conciencia como totalidad.
Si emito un juicio sobre el mundo en su totalidad, es obvio que me encuentro con la dificultad de que tal juicio no pertenece al mundo en su totalidad, pues dicho juicio es una novedad
ex post respecto del mundo que estoy enjuiciando; y entonces el mundo objeto del juicio no es sobre el mundo en su totalidad, pues faltaría en ese mundo enjuiciado este último juicio. Si el juicio fuera realmente sobre el mundo en su totalidad, dicho juicio estaría dentro del mundo y, entonces encerraría un círculo vicioso: es un juicio sobre sí mismo, el juicio pertenece a lo enjuiciado y, por tanto, al ser simultáneo con esto último, no puede versar sobre ello, ya que el juicio siempre debe ser posterior a lo enjuiciado (y hablo de posterioridad no tanto temporal como lógica).
Con la conciencia pasa lo mismo: si hubiera una autoconciencia que pudiera emitir un enunciado sobre la conciencia en su totalidad, dicho enunciado o estaría dentro de la propia conciencia objeto del juicio o estaría fuera. Si estuviera dentro, el enunciado sería un enunciado sobre sí mismo y, por tanto, viciado de circularidad. Si estuviera fuera, el enunciado no formaría parte de la conciencia que es el objeto de dicho enunciado y, entonces, el juicio no sería “conciencia” y no podría hablarse en propiedad de autoconciencia, pues no sería la conciencia reflexionando sobre sí misma, sino una superconciencia pensando sobre una infraconciencia o una conciencia incompleta.