Elías escribió:
No sé, Nolano, quizá te esté malinterpretado, pero me da la sensación que estás defendiendo que el fin justifica los medios siempre que alguien considere que esos son los medios más adecuados.
Era consciente de que se podía dar ese malentendido; por eso añadí una nota a mi comentario anterior sobre la interferencia de los medios en los fines de los demás.
En realidad lo comentado hasta aquí en este hilo por mi parte se ha movido en el marco weberiano del político y el burócrata. No quise salirme del marco de debate planteado por Tasia cuando habló del "burócrata". Pero, en realidad, el marco conceptual de Max Weber, en mi opinión, es bastante limitado; pero es el que se utiliza por la doctrina simplista de la burocracia y la razón instrumental. No tengo inconveniente en salir de ese marco conceptual e ir un poco más allá.
La cuestión de los medios y los fines es muchísimo más compleja de lo que creía Max Weber. Cabe preguntarse en primer lugar: ¿qué distingue a un medio de un fin? Yo respondería: el contexto. Es decir, yo puedo poner los medios para lograr un fin, resultando que este fin es, a la vez, el medio para otro fin más elevado. Pero ¿podemos poner un Fin, el fin de más alto nivel, que ya no es medio para otro fin superior? La cuestión es peliaguda.
Pero tal vez sí podamos responderla: el fin último del hombre es la felicidad. Al menos así lo han creído la mayoría de filósofos de todas las épocas, empezando por Aristóteles y su eudemonía. Séneca también lo creía así en
De vita beata, y, por supuesto, Epicuro. Hasta el mismísimo Kant, el paradigma supremo de la ética del deber frente a la ética eudemonista, postuló la inmortalidad del alma para que, ya que no en este mundo, el hombre pudiera alcanzar la felicidad al menos en el más allá. Y ésa es una idea que tiene raíces en todos los filósofos cristianos, ya que el hacer el bien no es sino el medio para alcanzar la Suma Felicidad del Paraíso ultraterreno.
Partamos, para no irnos demasiado lejos, de Kant. Kant se hacía trampas jugando al solitario. Contemplaba la felicidad como un "imperativo asertórico": todo el mundo busca la felicidad, que, por tanto, es una aspiración universal; pero, sin embargo, no
a priori y, por consiguiente, de una universalidad contingente y no necesaria. La cosa se las trae: hay un imperativo categórico; pero, desmintiendo ese pomposo nombre, nadie lo obedece, nadie cumple la ley moral, todos la infringen. ¡Pues vaya birria de imperativo!
Pienso que Kant no pudo liberarse del que podríamos llamar "prejuicio de los diez mandamientos". No seamos demasiado duros con él: en su época no había "aldea global" y lo que nuestro filósofo podía conocer de culturas lejanas era que se trataba de seres bárbaros e incivilizados. Kant siempre creyó que la religión cristiana era el
summum de la moralidad. Pero, naturalmente, el agudo filósofo que había en él no podía dejar de pensar que no había forma humana de justificar filosóficamente tales mandamientos; así que tuvo que elevar sus miras más lejos, a un principio filosófico fundamental (o fundamentación de la metafísica de las costumbres) del que él esperaba que todos los hombres deducirían "los diez mandamientos"; ése fue el imperativo categórico.
Pero en nuestros días de multiculturalidad, de politeísmo axiológico, pienso que la pretensión kantiana se revela más bien artificiosa: si hubiera tal imperativo categórico todos lo obedeceríamos, todos seríamos buenos conforme a los mismos criterios morales.
Yo desecharía esa pretensión, que se ha revelado falsa e irreal, pues nadie actúa según un presumible imperativo categórico enteramente
a priori y, por tanto universalmente necesario. Antes bien, lo que vemos a diario es todo lo contrario: nadie actúa pensando que su comportamiento pueda convertirse en regla universal de conducta. En realidad, y de acuerdo con todos los clásicos, la gente actúa y se comporta buscando su felicidad.
Lo que ocurre es que la felicidad no es algo que se pueda concretar si se quiere hacer de forma universal: no hay mandamientos universales que conduzcan a la felicidad. La felicidad es un concepto subjetivo: cada uno busca su propia felicidad y la felicidad de cada uno tiene sus propios requerimientos y exigencias. Y está bien que sea así: precisamente el que lo que uno necesita para su felicidad sea diferente a lo que necesita el otro hace que la vida tenga esa agradable variedad y pluralidad, hace que las personas interactúen y que puedan intercambiar cosas y servicios. Si todo el mundo quisiera lo mismo, además de ser el mundo muy aburrido, los conflictos entre las personas serían continuos e interminables. Pero si yo necesito un coche para aumentar mi felicidad y tú necesitas un viaje para aumentar la tuya, podemos intercambiar nuestras actividades y productos (yo presto servicios de agencia de viajes y tú fabricas coches). Pero eso tiene una consecuencia importante: yo puedo aumentar mi felicidad de forma inmediata y a corto plazo destruyendo las posibilidades de felicidad de los demás, es decir, puedo conseguir aumentar mi felicidad por la fuerza a costa de la disminución de la felicidad de los otros; o sea, robando con medios violentos el coche que ha fabricado el otro; pero eso sólo funcionará a corto plazo. A largo plazo, si destruyo al otro o lo someto a la servidumbre mediante mi violencia, acabaré con él como hombre y disminuiré las posibilidades de intercambio futuro y destruiré las mismas bases de mi felicidad futura. Sólo hay felicidad estable y duradera mediante el intercambio libre y no mediante la coacción totalitaria.
Vuelvo al asunto Eichmann, tras este rodeo. Es bastante absurdo en realidad, decir que Eichmann o los nazis eran burócratas. Es difícil entender en qué sentido los nazis estaban utilizando medios adecuados para conseguir su felicidad, medios extremadamente violentos y destructivos de la convivencia pacífica. Yo creo que los nazis eran muy malos burócratas. Por eso digo que lo reprobable en Eichmann no es el burócrata que pudiera haber en él, sino el político. Ésa es la lección que nos interesa hoy de la ética de Kant, el "reino de los fines" que predica que no se debe utilizar a los demás como medios, sino como fines en sí mismos: si utilizamos a los demás como medios, al instrumentalizarlos y obviar sus fines, estamos destruyendo los medios para nuestra propia felicidad, pues nadie es un Robinson Crusoe en una isla ni nadie puede mantener de forma estable e indefinida una sociedad de esclavos sin terribles tensiones y sufrimiento generalizado. La felicidad de cada uno pasa por permitir a los demás que también puedan aspirar razonablemente a conseguir su propia felicidad.
(NOTA IMPORTANTE: cuando hablo de felicidad no hablo de un concepto absoluto; simplemente me refiero a una graduación: el hombre es más feliz si aumenta su bienestar (o placer) o reduce su sufrimiento (o dolor) y es menos feliz si ocurre lo inverso. Debe entenderse mi concepto de felicidad en términos puramente incrementales, o si se quiere, en lenguaje matemático o económico, marginales).