COMENTARIOS A "EL HOMBRE Y LA GENTE" DE ORTEGA Y GASSET
1.- NOTA PRELIMINAR E INTRODUCCIÓN
Si es cierto que al filosofar entablamos conversación con alguien, no es irrelevante preguntarnos antes que nada, para ponernos en situación, con quién dialogaba Ortega. Eso nos lleva a situar su pensamiento en un momento histórico concreto, a cuyo respecto la nota preliminar de Paulino Garagorri resulta de ayuda. Aunque la última redacción data de 1949-1950, el embrión del libro se halla en una conferencia pronunciada en Valladolid en 1934 (que figura al final del libro en apéndice). Tratemos, pues, de identificar con quién o quiénes entablaba conversación polémica a su vez Ortega y, para eso, habrá que echar un rápido vistazo al panorama filosófico del periodo de entreguerras. Hacia 1847, Karl Marx había lanzado su grito revolucionario: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo” (11ª Tesis sobre Feuerbach), se acabó la especulación hermenéutica y es hora de pasar a la acción transformadora de la realidad. Y ese grito se había ido extendiendo, alcanzando el rango de alternativa política real; “un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo” se proclamaba en el Manifiesto Comunista (1848). Esta era la derivación izquierdista del hegelianismo; junto a ella, la derecha hegeliana se había decantado por el positivismo de Comte. El proceso dialéctico que concibió Hegel, donde todo lo real acaba por ser racional y lo racional acaba por ser real, se entendía de dos formas opuestas: o como rendición de la razón a una realidad puesta (positivo viene de “positum”, puesto) que, desde su determinismo indefectible, acaba concordando con una razón “científica”, ajustada a los procesos positivos de una realidad comprensible sólo científicamente, o, como quería Marx, mediante una inversión del inane (aunque históricamente necesario) proceso dialéctico hegeliano, transformando mediante la revolución una realidad injusta que determina la conciencia humana, para sustituirla por una conciencia humana que determine la realidad, que haga real la racionalidad de la conciencia desprovista de intereses de clase.
Como vio Marx con acierto, frente a la gran burguesía industrial y frente al movimiento revolucionario obrero, cuyas aspiraciones ideológicas se veían cubiertas por las dos ramas del hegelianismo señaladas, quedaba en terreno de nadie una clase amenazada, la pequeña burguesía que, acosada por una realidad social en la que se encontraba fuera de sitio, sin poder alcanzar la dimensión de la gran industria inmersa en un proceso creciente de acumulación, está amenazada por el riesgo de una inminente proletarización; la reacción ideológica de esa pequeña burguesía dio origen a una filosofía retrógrada, en muchos aspectos teñida de la añoranza de un pasado que se hundía irremisiblemente empujada al fondo de la historia por los nuevos tiempos. Se trata de una filosofía anticientífica, de vuelta a las tradiciones, pesimista, a veces mística, que pronto derivó hacia expresiones políticas reaccionarias. La cosa se complicó enormemente cuando, en 1917, triunfa la revolución soviética en Rusia. A ello se añadió, una década después, la crisis económica mundial de 1929, que apareció en el horizonte como una premonición de las enormes crisis del sistema capitalista que Marx había anunciado. Lo que antes era temor, se convierte, de repente, en auténtico terror. La filosofía pequeño burguesa, y quiero que se entienda este adjetivo como calificativo sociológico, sin el matiz despectivo que alcanzó en los años 60 el término petit bourgeois, esa filosofía, digo, fue adquiriendo tintes cada vez más siniestros y oscuros hasta acabar cristalizando en el movimiento político fascista. Y en ese contexto histórico se encuentra Ortega y Gasset cuando pronuncia la conferencia de Valladolid en 1934, una España prerrevolucionaria (es el año de la llamada Revolución de Asturias) y el auge de los movimientos fascistas antidemocráticos y partidarios de los medios violentos para reprimir al movimiento obrero. “Todavía en 1928 se creía en todo el mundo con rotunda fe que se había llegado a un nivel de prosperidad definitivo” y “de pronto se ha perdido aquella indebida seguridad en el porvenir que una excesiva fe en el progreso había puesto en el hombre animándolo”, leemos en el apéndice final que reproduce la conferencia de Valladolid. ¿Dónde está el origen de tal catástrofe, que en 1934 se intuía inminente? Hay que volver la vista atrás, a Hegel, a ese sueño de una realidad racional, que se encarnaba en un Estado que ahora resulta estar al borde del mayor de los fracasos: “muchas de las cosas que parecían más logradas y precisamente las que más interesan a las multitudes –la organización económica y las formas del Estado- han fallado de repente” y “las cosas que pasan en Europa obligan a una nueva organización del Estado y sus eficacias sociales. Berlín, Moscú y Roma, las menos ágiles en política, la vertical más próxima a Asia, ya se han manifestado. Londres, París y Madrid, la vertical occidental de Europa, esperan”; o aún más atrás, a ese sueño en que nos embarcó la Ilustración y su diosa Razón.
En 1949-1950 Europa se iba recuperando de la guerra y las nuevas democracias empezaban a reconstruir una nueva realidad política. Pero en España todo es diferente; el régimen surgido de la guerra civil se halla encerrado en una autarquía no sólo económica, sino política y cultural; el estupor de Ortega de 1934 se ha convertido en 1949 en ácida amargura, en un oscuro nihilismo al que sólo resiste enfrascado en su verbo exuberante y preciso, en su fraseología barroca, que se desliza de un tema a otro sin reposar en ninguno, pues en ninguno halla tierra firme; donde se antepone la brillantez de un retruécano o una paronomasia a la precisión del concepto. Pero no nos anticipemos. Y sirva de acompañamiento a esta crítica la constatación de que, con ello, sin embargo, Ortega no hace sino seguir nuestra mejor tradición filosófica, pues así ha sido en España desde Quevedo y Gracián hasta Antonio Machado: nuestros pensadores siempre se han caracterizado más por su brillante estilo literario, a menudo genial, que por la profundidad y originalidad de sus ideas.
Afirma Ortega en la Introducción: “si la sociedad no es más que una ‘asociación’, la sociedad no tiene propia y auténtica realidad y no hace falta una sociología. Bastará con estudiar al individuo”. Pero no es así: la sociedad es algo más que una adición de hombres, es otra cosa, algo extraño (incluso tal vez externo) que se impone al hombre individual mediante los usos, “acciones que son por un lado humanas, pues consisten en comportamientos intelectuales o de conducta específicamente humanos, y que, por otro lado, ni se originan en la persona o individuo ni éste los quiere ni es responsable de ellos”. Hay aquí un hiato entre hombre y sociedad que Ortega nos afirma como axioma, como punto de partida; pero si la sociedad es obra humana ¿en qué fase del proceso de creación de la sociedad por agrupación de individuos se ha deshumanizado, cómo se explica esa discontinuidad abisal entre el individuo humano y la sociedad inhumana? Esta teoría orteguiana tiene un indudable sabor a Hobbes y su concepción del hombre como antisocial, y ello no sorprende, pues ambas teorías tienen el mismo origen, el miedo, como antes he intentado explicar, y no puede extrañarnos que la misma causa produzca similares efectos. También Hobbes concibió el Estado y la sociedad como un Leviatán, un monstruo sobrehumano, un dios mortal. Pero en Hobbes el Estado era fruto de la razón; el filósofo inglés, buen racionalista, justifica mediante un sistema deductivo-racional la necesidad de ese Leviatán. Sin embargo Ortega, al enumerar los tres rasgos de los usos afirma: “2.- …Los usos son irracionales”. Aquí veo yo un rechazo explícito del Estado racional-real de Hegel, como se evidencia en que a continuación se refiere Ortega a Durkheim, epígono señalado del positivismo de Comte; y esa racionalidad social es propia de todo hegelianismo, incluido también el marxista.
El panorama ciertamente es desolador: el individuo enfrentado a (y, a través de los usos, reprimido por) una sociedad (¿que tal vez necesita para sobrevivir?) irracional, ciega, inhumana. Así que pasemos cuanto antes a ver a dónde nos lleva un camino con semejante punto de partida.