Aunque fui yo quien abrió este hilo, fue para discutir el capítulo de Amorós del libro obligatorio de Filosofía política; en concreto porque lo que allí se argumenta me parece que se hace mal. Por mi parte no tenía intención de continuar debatiendo y sólo intervine para puntualizar una inconveniente equivocidad con la que jugaba Tasia, la de hablar de “igualdad” sin diferenciar adecuadamente entre “igualdad de facto” e ”igualdad de iure”, confusión que me parece que está en el fondo de todo el malentendido en esta cuestión y que se utiliza falazmente para despistar al público poco avisado. Luego he vuelto a intervenir, Topos, porque me pediste expresamente que escuchara la conferencia de Amelia Valcárcel; y supongo que eso quería decir no sólo escucharla, sino dar mi opinión al respecto.
Pero como de alguna forma el que abre un hilo adquiere cierta paternidad sobre el mismo, no me gustaría dejarlo así, con un cierre tan desabrido, sin hacer un último intento si no de acercamiento de posturas, sí para que, quienes no comparten mis opiniones, por lo menos las entiendan. Y abandonaré el tono irónico de mi último mensaje, pues aunque creo que la ironía puede tener su papel en la filosofía, es fácil que pueda ser interpretada de forma ofensiva, aun sin pretenderlo.
Vamos a suponer que aquí no somos estúpidos y tenemos en uso nuestras facultades de raciocinio. Eso no significa que vayamos a estar de acuerdo, pero creo que sí podemos coincidir en identificar los puntos de coincidencia y los de discrepancia, y entender por qué se produce ésta. Y, de hecho, voy a partir de una cosa que afirma Valcárcel con la que no puedo estar más de acuerdo: la feminidad no es una minusvalía. Y, por tanto, no es necesario que la mujer sea beneficiaria de políticas de “discriminación positiva”. Pero a partir de aquí nuestros senderos se bifurcan. Y es que en mi opinión, si se está de acuerdo en eso, se tiene que estar en desacuerdo con el establecimiento por ley de “cupos femeninos”. Pues si eso no es una medida de “discriminación positiva”, ¿cómo habríamos de llamarla?
Si seguimos haciendo un intento de convergencia de posturas, sin embargo, habrá que coincidir en que tratar en las leyes a mujeres y varones de forma diferente, es discriminatorio; ¿y cómo aceptar esa discriminación jurídica, prohibida por el principio constitucional básico de la “igualdad ante la ley”, si no es por una situación de discriminación de hecho, que la justifica?
Estamos aquí, sin embargo, en un terreno de fronteras borrosas. Si queremos partir de nuestro principio inicial, que la mujer no es un discapacitado, tendremos que justificar de forma diferente las medidas de discriminación positiva en favor de éste de las medidas de desigualdad jurídica a favor de aquélla. Espero que se me permita, entendiendo bien el sentido en que utilizo estas palabras, hablar en el caso de los discapacitados, de una “desigualdad de hecho” natural o física, y en el caso de la mujer, de una “desigualdad de hecho” social, cultural o institucional. Pero habiendo esta desigualdad de hecho (aunque de distinta índole) no hay por qué tener miedo a las palabras y hablar de las medidas de desigualdad jurídica como de medidas de “discriminación positiva” en ambos casos, porque es lo que son.
Y creo que aquí es donde está la discrepancia principal que mantengo con Amorós y Valcárcel. Y es que la ley o la política institucional del Estado no puede cambiar o suprimir la minusvalía física, no puede hacer andar al cojo ni ver al ciego, pues se trata de discapacidades naturales. Pero, sin embargo, el Estado sí puede remover la situación de discriminación de hecho de origen social o institucional, creando el marco jurídico propicio para que tales discriminaciones cesen. Y, llegados a este punto, parece que se abren dos alternativas, que son sobre las que estamos (al menos yo) discutiendo:
1) Hay que crear un marco jurídico discriminatorio, de desigualdad de derecho, para, compensando la desigualdad de hecho existente (por causas sociales), lograr la igualdad de hecho.
2) Hay que crear un marco jurídico totalmente igualitario, de igualdad de derechos, pues sólo si hay un marco institucional igualitario la sociedad podría acabar siendo igualitaria también de hecho.
En mi opinión, el Estado establece el marco institucional de la sociedad; no el marco cultural o social. Pero mediante su legislación está enviando una señal a la sociedad; y si esa legislación dice, “hay que favorecer a la mujer porque está en situación de inferioridad”, está enviando una señal a la sociedad: “la mujer es inferior”. Sería difícil responder a la pregunta de si tradicionalmente la legislación contribuía a la desigualdad de hecho de la mujer o si la legislación se limitaba a recoger la situación de desigualdad de hecho de la mujer. Posiblemente ambas cosas. En todo caso supongo que todos estaremos de acuerdo en que, como óptimo deseable, tendríamos en mente una sociedad en que hubiera igualdad entre el varón y la mujer, tanto de hecho como de derecho; en que no hubiera discriminación entre los sexos, ni legal ni social.
Sin embargo, habiendo coincidencia en el punto de partida y en el punto de llegada, y siendo las divergencias solamente instrumentales, de técnica política, el asunto carece de dimensión filosófica. Y, así las cosas, sobra en mi opinión el capítulo de Amorós en un libro de Filosofía Política. Sencillamente porque el “cupo femenino” puede tener una justificación instrumental, de política a corto, que puede ser compartida o no, pero siempre desde la óptica de la eficacia de la medida para los fines propuestos, pero carece de justificación filosófica, pues no trata de fines, sino sólo de medios para conseguir éstos.
Sin embargo, el debate está ahí y se nos sigue insistiendo en él. Y, como se suele decir, cuando el río suena, agua lleva. Por tanto habrá que detenerse más en los motivos por los que sigue sonando el río.
Amelia Valcárcel, según he leído en la wikipedia, nació en 1950. Es, por tanto, un poco mayor que yo, pero no tanto como para no saber yo de qué está hablando en su conferencia. Allá por 1975, y recuerdo la fecha porque hubo que rectificar un tema de la oposición que entonces preparaba, se aprobó una reforma del Código de comercio para permitir el “ejercicio del comercio por la mujer casada”; también por aquellas fechas la mujer necesitaba el consentimiento uxorio para disponer de sus bienes, incluso aunque éstos fueran privativos de la mujer; y las compañeras que aprobaron la oposición conmigo, en el mismo año de 1975, para desplazarse a sus destinos de funcionarias lejos de su hogar (como suele tener que hacer todo funcionario de recién ingreso) tenían que ir provistas, si tenían menos de 23 años, de un permiso paterno por escrito, pues la pareja de la Guardia Civil que entonces solía recorrer los trenes pidiendo la documentación a los pasajeros, le podía solicitar a la joven que le mostrara dicho permiso. Sin contar con que los jóvenes nos solíamos instalar en pisos donde nos dábamos a la vida más o menos libertina (en la escasa medida de nuestros recursos económicos), mientras las jóvenes (tan funcionarias como nosotros) solían tener que recluirse en los alojamientos “de señoritas” regentados por monjas, que las obligaban a llegar antes de las 10 de la noche. Eso sin contar con que, por ejemplo, las mujeres tenían vetado el acceso a ciertos cuerpos superiores del Estado pues, para opositar a Juez o a Notario, era necesario ser varón. Tengo la suficiente buena memoria como para acordarme de eso. Y recuerdo lo humillante que eso llegaba a ser; para ellas y para los que, como yo, y creo que éramos la mayoría, estábamos en total desacuerdo con ese estado de cosas.
De eso han pasado 35 años; no son tantos, si nos guiamos por los “ritmos” de las transformaciones sociales, normalmente lentos. Y el caso es que no hizo falta ninguna legislación discriminatoria en relación con la mujer para cambiar ese estado de cosas; bastó con suprimir las normas que injustamente perjudicaban a la mujer. Fue la sociedad la que instó el cambio de leyes, no el cambio de leyes el que instó el cambio social.
Naturalmente, no voy a negar que la realidad de hecho hoy en día no es igualitaria. Pero hay que tener en cuenta que no se puede borrar un poso histórico así como así. Todavía quedamos gente de la edad de Amelia Valcárcel y la mía en un tejido social que, por consiguiente, acarrea una injusticia histórica acumulada; eso no se puede borrar de un plumazo. Pero no lo va a borrar tampoco el “cupo femenino”. De hecho consideraría personalmente (y al menos mis hijas también lo creen) humillante ocupar una plaza “de cupo”. Sería humillante, supongo, para Teresa Oñate, o para las profesoras Pilar Castrillo y Amparo Díez, si ocuparan una plaza “de cupo” en la UNED, pasando por delante de varones más competentes que ellas. Sería humillante para Angela Merkel si fuera Canciller de Alemania porque la Constitución impusiera que cada tres presidentes varones ha de haber una mujer. Eso sí que es humillante para la condición de la mujer; o a mí me lo parece.
Claro que la cosa cambia si no eres Angela Merkel; si no te alcanza para algo que quieres ser y para lo que necesitas una “ayudita”. Es decir, si ves las cosas bajo la óptica de tu propio interés. Quiero que se me entienda bien: no estoy diciendo que todo el que está a favor del “cupo femenino” vaya de mala fe y esté buscando una ventaja. Sin embargo, creo que hay mucha gente engañada por un metarrelato, este sí, pergeñado interesadamente. No es cosa rara en nuestra sociedad: siempre hay gente buscando cómo lograr un privilegio, cómo saltarse la ley que se aplica al resto de los mortales, cómo conseguir contratas públicas sin concurso público, cómo saltarse la cola. Y hay auténticas agencias de formación de opinión pública al servicio del mejor postor. Creo que eso es bastante sabido. Al fin y al cabo, siempre hay algún motivo para que uno piense que él es especial, que a él hay que darle de comer aparte. Creo que nos hallamos ante un fenómeno sobre el que se ha llamado certeramente la atención (ver
Enlace), el de adoptar el papel de víctima sin haberlo sido nunca, para obtener un privilegio fundado en la culpa del verdugo por el dolor causado a víctimas pasadas.
En mi último mensaje traté de poner en evidencia cómo en nuestra sociedad de la imagen, se implementaba un relato de ese tipo. Es evidente que Amelia Valcárcel lo utiliza en su conferencia, de forma ingenuamente palmaria, al hablar de la prostitución; al comienzo de su conferencia se refiere al tercer mundo, esas pobres miserables prostituidas a la fuerza, para el servicio de los varones del primer mundo que, como nuestras mujeres ya no se nos muestran sumisas, tenemos que pagar para que las pobres del mundo subdesarrollado se plieguen a nuestros actos de dominio sexual. Adecuada y oportuna identificación, por otro lado, del varón con el despreciable hombre blanco explotador del tercer mundo. Por favor. ¿Dónde vive Valcárcel? ¿Con qué tipo de varones se trata en el día a día? ¿Cómo elevar el tráfico sexual de jóvenes prostitutas a categoría general que tenga que dirigir la política legislativa de España respecto de la mujer? ¿Es eso serio? (Sin contar con la invención de que “puta” viene de “puteo”, oler mal, cuando parece bastante obvio que es una contracción de “prostituta”, pues no sé quien iba a pagar por tener trato con una maloliente. Pero en esta clase de juegos vale todo.)
El problema con estos metarrelatos interesados es que chirrían frecuentemente al entrar en contacto con la realidad. Si tomamos como premisa, sobre la que se fundamenta todo el metarrelato, que “la sociedad está dominada por los hombres, que son los que mandan”, podemos encontrarnos con un caso como el de Angela Merkel. Entonces hay que razonar según el siguiente silogismo:
Los hombres mandan.
Angela Merkel manda.
Luego:
Angela Merkel es un hombre.
Entonces, a Angela Merkel se la invisibiliza como mujer. Se la presenta siempre con porte varonil o, en caso contrario, se la somete a chirigota si se la visualiza bajo el estándar icónico femenino:
Enlace
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Esta “invisibilización” o manipulación de los iconos contrarios al metarrelato se ve acompañada con la “sobrevisualización” del icono opuesto, éste sí muy adecuado: el crápula poderoso, Berlusconi, que recurre habitualmente a la prostitución para satisfacer sus impulsos naturales de macho dominante que no puede satisfacer en su casa con su mujer. Creo que es oportuno llamar la atención sobre el hecho de que la eficacia del metarrelato se potencia porque desde el lado opuesto, desde el machismo, hay interés en mantener exactamente el mismo dispositivo icónico.
Espero haber resultado un poco más claro que en mi precedente intervención. Y si no resulto convincente, que al menos se tomen en consideración los motivos y razones de mi punto de vista.