En toda esta cuestión de los nacionalismos en España yo tengo una teoría que no he leído ni escuchado a nadie todavía y que, sin embargo, forma parte de mi experiencia personal en este asunto y creo que de la de gran parte de mi generación. El éxito actual de los nacionalismos periféricos (o regionalismos) –y por “actual” me refiero a lo ocurrido en las últimas décadas en España- creo que tiene mucho que ver con el llamado “mito de las dos Españas”.
Quien ha expuesto ese mito con mucha claridad es Fernando García de Cortázar en “
Los mitos de la Historia de España”, cuyo capítulo primero se titula
Cuando Dios era español. Os reproduzco unos pasajes, cuya extensión queda justificada por su interés:
García_de_Cortázar escribió:
El historicismo centroeuropeo y el tradicionalismo francés se fusionaron en aquel cambio de siglo con el conservadurismo arcaísta español, configurando un relato de la historia de España con Dios como principal fuerza dirigente. La España eterna, la España reaccionaria e inmóvil de Donoso Cortés y Jaime Balmes, la España romántica e inquisidora de Menéndez Pelayo, la España regeneracionista y clerical de Antonio Maura o la caballeresca e imperial de Ramiro de Maeztu, transformado en los años veinte en paladín de la derecha militante, se recuperó del naufragio del 98 y se llenó de religiosidad doctrinaria para oponerse a la peligrosa nación liberal que desde Mendizábal, Giner de los Ríos, Pi i Margall o Pérez Galdós y, luego, Unamuno, Ortega o Azaña se presentaba como alternativa... Había cuajado, finalmente, el mito elaborado por Marcelino Menéndez Pelayo al declinar el siglo XIX:
«La Iglesia nos educó a sus pechos con sus mártires y confesores, con sus padres, con el régimen admirable de sus concilios. Por ella fuimos nación, y gran nación, en vez de muchedumbre de gentes [...] nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso...»
(...)
Teólogo e historiador, don Marcelino había tallado con su prosa febril una España católica, eterna, tal y como la podía soñar a finales del siglo XIX un intelectual católico desbordado de ideales románticos. El polígrafo santanderino moriría en 1912, pero sus obras, tras haber suscitado muchas pasiones y muchas dudas, caerían sobre un suelo fértil, desellando el oído de muchos españoles proclives a las revelaciones místicas. Tal vez, pese a la fama que le acompañó en vida, murió don Marcelino sin saber que con las páginas de la Historia de los heterodoxos españoles había redactado una ciencia de esperanzas mesiánicas, de creencias y prejuicios, de ilusión y de castigo, una ciencia que armaría de ideas el discurso de la derecha militante y que tiempo después se vería corroborada cara al sol. (pp. 21-24)
La historia viene de lejos, de bastante más lejos que de Menéndez Pelayo. Américo Castro en su
Cervantes y los casticismos españoles ya hacía un repaso a esas generaciones de españoles del Siglo de Oro que sufrieron marginación por no ser cristianos viejos (Cervantes, Santa Teresa de Ávila, Fray Bartolomé de las Casas, etc.), por no poder ser considerados “españoles del todo”, sino advenedizos por la sangre judía de sus antepasados. Pero desde luego, la cosa se empezó a decantar en el sentido que apunta García de Cortázar a raíz de los acontecimientos que abren el siglo XIX español. Pérez Reverte, en una de sus historias noveladas (
Un día de cólera) que evoca el terrible día del 2 de mayo de 1808 en Madrid, no se olvida de aquellos personajes cultos, liberales, de tendencias francófilas por eso mismo, pero tan españoles como el que más (por ejemplo, Fernández de Moratín), que se encerraron en sus casas, angustiados, temiendo lo peor para sí y sus familias, mientras corrillos de “majos” y “manolas” enfurecidos recorrían las calles tomadas por la barbarie. Galdós, en sus Episodios Nacionales, también recuerda cómo, con las tropas francesas, derrotadas en la batalla de Vitoria y de retirada hacia Francia, iba multitud de españoles temerosos de la venganza que les esperaba por “afrancesados” si permanecían en España. La cosa se fue repitiendo periódicamente y la cantidad de intelectuales y artistas liberales españoles que tuvieron que recorrer el camino del exilio durante el siglo XIX resulta interminable.
Se fue forjando, así, el mito de las dos Españas; y quien no perteneciera a una de ellas, la de Menéndez Pelayo, se consideraba “antiespañol”, no-español, miembro de lo que se dio en llamar “Antiespaña”. Durante el franquismo ese mito permaneció de forma continua, alentado desde el Régimen; en Historia de la Filosofía Española se estudia el drama de José Gaos o María Zambrano, esos filósofos españoles que vivieron casi toda su vida en el exilio. En los discursos aparecían frecuentemente los “enemigos de España”, que no sólo eran nuestros vecinos, sino los propios españoles ideológicamente contrarios al Régimen, a los que se les negaba el estatuto de “españoles”; como a esos “heterodoxos” a que se refería Menéndez Pelayo.
Y voy a lo que motiva este hilo. Toda una generación de españoles que estábamos en contra del Régimen de Franco y queríamos la democracia, nos hemos criado en ese ambiente de las dos Españas. Y continuamente, por no comulgar con un ideario producto de la mezcla de fascismo, catolicismo y tradicionalismo rancio, se nos estaba tildando de “no españoles”; eso fue generando, por sí mismo, un cierto “odio a España”, porque España era aquello y de allí se nos excluía. Por eso, si alguien llevaba una bandera española como pegatina, ya sabías que ése era un “facha”; los de la “Antiespaña” no llevábamos banderas españolas y aun hoy en día creo que yo no sería capaz de llevarla sin cierto resquemor, que no me abandona tampoco cada vez que oigo la “Marcha de Granaderos”; como digo, así se generó en toda una generación un “odio” a España (hasta el nombre de nuestra nación quedó oculto en nuestros propios discursos bajo eufemismos como “este país” y similares).
El problema es que, como es sabido, y en Filosofía Política se habla de ello, la mayoría de las personas necesitan una identidad nacional, o se sienten a gusto con ella. Y si esa identidad nacional no es la española, pues la gente se acoge a la primera que tiene a mano. Creo que eso explica cómo gente como Montilla o Carme Chacón en Cataluña (y tantos hijos de emigrantes) se resisten a dar un paso en favor de España y se adhieren a un nacionalismo catalán; con la comprensión de sus comilitones de este lado del Ebro. El fenómeno es similar en el País Vasco, donde he conocido gente de todas las tierras de España, ellos mismos o sus padres, apoyando a Herri Batasuna electoralmente y en la calle, y pidiendo en los Ayuntamientos el DNI vasco. Es gente que habla y utiliza habitualmente el castellano (ya recientemente, algo de catalán o euskara, por la escolarización en esos idiomas y los medios de comunicación públicos), gente que se lo pasa bomba bailando sevillanas o rumbas (recuérdese que Manolo Escobar o Peret son catalanes) y a los que bien poco les dice un aurresku o una sardana. Sin embargo, están dispuestos a votar la independencia separándose de España.
Por eso, cuando Castelao hablaba de separatistas y separadores, hablaba por sí mismo, que se sentía gallego. Pero ¿cuál podía ser la patria de los castellanos, extremeños, aragoneses, que eran tan víctimas como los gallegos de su segregación por ser “antiespañoles”? ¿En qué nación podían refugiarse? Así que, primero los emigrantes a Cataluña y el País Vasco y, después, ya todos con el famoso “café para todos” de Suárez en la transición a partir de 1977, cada uno se ha ido refugiando en su región o nacionalidad o lo que sea, buscando unas señas de identidad que en España se les habían negado desde hacía más de un siglo.
El problema es cómo recomponer ahora todo ese inmenso desaguisado. No podemos escapar de nuestra propia historia.