Los resultados de las elecciones al Parlamento Europeo creo que merecen una reflexión desde la Filosofía Política. Naturalmente, no se trata aquí de hablar de política con minúsculas, de estrategias para mantener o acceder al poder, sino de aplicar los tópicos más relevantes de la Filosofía Política al panorama que se ha abierto en las sociedades europeas actuales.
Un análisis político (no filosófico) es el que se ha venido realizando en los medios de comunicación y en las redes sociales, donde el debate se ha centrado en el reparto de poder resultante de las elecciones, es decir, en el reparto de escaños, y no en la legitimidad representativa de los parlamentarios electos. Sin embargo, desde el punto de vista de la Filosofía Política lo relevante es, precisamente, no la legalidad de los parlamentarios electos, cosa que nadie discute, sino su legitimidad. Y a estos efectos, es palmario el interés de los partidos y de sus voceros en los medios de comunicación por validar una legitimidad dudosa mediante el procedimiento del adelgazamiento del “demos”; ello es totalmente necesario cuando entre la abstención y votos nulos y en blanco nos encontramos con un 58% de los potenciales electores y, por tanto, los electos se fundamentan en sólo un 42%. No obstante, se da por hecho, en los discursos políticos (no filosóficos), que el “demos” está constituido únicamente por ese 42%, invisibilizando al 58% restante que no ha querido participar de la ceremonia electoral. La cosa ha llegado hasta el punto de que ciertas voces han preconizado que se imponga el voto como obligatorio e, incluso, se ha desacreditado al abstencionista llamándolo literalmente “estúpido” (Fernando Savater, por ejemplo, ha hecho
ambas cosas).
Sin embargo, creo que la mejor tradición filosófica excluye ese reduccionismo y concede al abstencionista, al que calla, un valor moral de su acción que debe ser tenido en cuenta, al menos tanto como el de quien sí ha votado. Sartre nos hablaba del valor moral de la inacción y Lyotard reconoce el silencio como una respuesta posible a un enunciado; el silencio no rompe la continuidad del encadenamiento de enunciados en un debate. Y si el silencio es obviado, si queda sin respuesta, el que actuó con su silencio queda anulado, se convierte en una víctima. El silencio, en este caso la abstención, no puede quedar sin respuesta si no se quiere dejar sin “voz” (valga la paradoja) al que respondió con ese silencio. Expulsar del demos a casi el 60% de la población no es, filosóficamente, aceptable. Aunque convenga a los intereses de algunos.
Teniendo esto presente, que el ámbito de debate político no filosófico no es suficiente para nuestras pretensiones de análisis, querría centrar la cuestión en el concepto que he utilizado para titular el hilo: “la dialéctica del Estado del Bienestar”. Es fácil reconocer en ese título una paráfrasis del título de la conocida obra de Horkheimer y Adorno “La dialéctica de la Ilustración”. Mi intento analítico, en efecto, toma como supuesto de partida el mismo que el de esos eminentes filósofos de la Escuela de Fráncfort: al igual que ellos vieron cómo la propia Ilustración, con su ideal de llevar a la humanidad a un futuro esplendoroso bajo la razón, la ciencia y el dominio de la bruta naturaleza, acabó generando en su interior un proceso dialéctico en el cual dio origen a su propia antítesis que cuajó en Auschwitz, Hiroshima y el Gulag, si elevamos el principio dialéctico de corte hegeliano marxista a principio analítico político general, podemos, igualmente, aventurar la tesis de que el llamado Estado del Bienestar ha acabado incubando en su interior su propia antítesis, que terminará por desnaturalizar dicho Estado y producir un marco político nuevo.
Partiendo de este principio dialéctico, conviene también tomar otro concepto de la Filosofía Política que creo que puede sernos de gran ayuda en nuestro análisis. Me refiero a la relación del poder de hecho con los metarrelatos. Para no repetirme, me remito, a
este hilo, donde expliqué qué entiendo por “metarrelato”. Por otro lado, no es algo muy diferente a lo que Castoriadis llamó “imaginario” (
ver aquí para mayores detalles) y que tomaré como principal referencia.
Con estos mimbres, creo que podemos, en primer lugar, intentar desarrollar en qué consiste el imaginario del Estado del Bienestar, en qué medida ese imaginario o metarrelato se ha ido separando de las necesidades reales de la población, dando origen a su correspondiente antítesis, y el juego dialéctico que entre ambos imaginarios contradictorios se viene desarrollando, para poder así interpretar filosóficamente el momento presente, del cual las recientes elecciones parecen ser un episodio relevante.
El Estado del Bienestar se sostiene sobre una ilusión: todos creen que todos ganan; nadie pierde. Pero eso, en un mundo de recursos escasos, no es realmente posible, es sólo eso: una ilusión. Y, como toda ilusión, tarde o temprano acaba por mostrar su desajuste con las necesidades humanas y poner a los agentes sociales ante otra realidad diferente a la del imaginario en el que vivían. Y es que el sistema del Estado del Bienestar no es sino un gigantesco
fraude piramidal: el bienestar presente se basa en la posibilidad de incorporación de nuevos participantes en la pirámide. Pero tarde o temprano la pirámide se desmorona: no se puede jugar indefinidamente a un juego de todos ganan.
Y es un fraude piramidal porque el consumidor está comprometiendo rentas futuras esperadas; y esas rentas tendrán efectivamente lugar en la medida en que aparezcan nuevos consumidores que, a su vez, comprometan sus rentas futuras. Pero como toda pirámide, ésta acaba llegando a su límite: cuando ya el sistema no está dispuesto a ofrecer más crédito, por haber alcanzado su límite, el consumo se paraliza; las rentas esperadas se esfuman, los consumidores endeudados dejan de percibir rentas. Y el sistema colapsa.
Lo que la crisis ha puesto de manifiesto es que el fraude piramidal del Estado del Bienestar ha llegado a su límite posible y va a estallar inevitablemente. Naturalmente, hay mucha gente ingenua que no se entera, que asume acríticamente el discurso político oficial repetido hasta la saciedad por unos medios de comunicación perfectamente integrados en el sistema y puestos enteramente a su servicio. Otras personas, por ejemplo pensemos en un pensionista de 70 u 80 años, simplemente tienen un horizonte vital tan limitado que con tal de que a él le paguen su pensión y no se la bajen demasiado, vota a los dos partidos de poder y el que venga detrás, que se las componga como pueda.
Pero hay una gran cantidad de gente a la que se le ha caído ya la venda de los ojos. Constituyen, por un lado, esa parte del demos que el sistema oficial del bipartidismo y sus voceros mediáticos pretenden invisibilizar o acallar. No se puede actuar políticamente como si esa parte del demos no existiera. Es verdad que la abstención no va a cambiar la proporción del reparto de escaños. Pero no es lo mismo gobernar con 3 millones de votos que con 10 millones. Hay un enorme déficit de legitimidad democrática que erosiona gravemente el imperio de la Ley y el Derecho; porque si la Ley y el Derecho no son de todos (o de una gran mayoría), no son legítimos. Y, por otro lado, está esa parte del electorado en busca de una nueva solución, una alternativa que convierta al bipartidismo en multipartidismo. Esas manifestaciones han sido varias y de muy distinto (aparentemente) signo político. Se trata de un mundo variopinto y sumamente fluido resultando difícil prever (y tampoco es nuestra función desde el punto de vista filosófico que adoptamos) en qué va a desembocar todo esto.
Hay, por un lado, unas propuestas que yo llamaría lampedusianas o gatopardescas (“que todo cambie para que todo siga igual”): UPyD, Ciudadanos, Vox e incluso IU. Su proyecto va dirigido contra la llamada “casta”, es decir, contra los actuales integrantes de esa “casta”, pero no contra el sistema en sí. Se presentan como genuinos representantes del imaginario caduco del Estado del Bienestar, pero dirigido ahora por hombres buenos y honestos. Como si la quiebra del Estado del Bienestar fuera culpa de los actuales dirigentes, y no de la inviabilidad actual del sistema, en los términos que antes he explicado. La decepción de todos ellos en las últimas elecciones ha sido grande. Han conseguido limar algo el poder bifronte de los dos grandes partidos, pero mucho menos de lo esperado, hasta el punto que parece que se hallan en un callejón sin salida: contribuir a apuntalar la farsa del bipartidismo, convertido quizá ahora en tri, cuatri o pentapartidismo sin ofrecer una auténtica alternativa al derrumbe del metarrelato del Estado del Bienestar.
Pero, por otro lado, están las propuestas anti-sistema. Estos proyectos recogen el desencanto creciente por la desaparición de la ilusión del imaginario prevalente hasta hace apenas siete años (que parecen un siglo, realmente) y pretenden sustituirlo por imaginarios alternativos. Yo diría que tienen una cosa importante en común: asumen que ya no es posible jugar a un juego de todos ganan; que unos tienen que ganar y otros que perder. En consecuencia, el mito del interés común, del interés general o de la voluntad general desaparece y va siendo sustituido por el mito del interés de la mayoría. Naturalmente, y desde esta perspectiva general, las propuestas políticas son diferentes según la configuración social y económica de esas mayorías, dispuestas a aplastar a las minorías (aunque eso se silencie o se diga sólo con eufemismos) para defender su interés, que se considera prioritario. De ahí la divergencia entre el cariz que toman esos proyectos políticos alternativos en los distintos países, con rasgos comunes que diferencian al Norte del Sur.
En Holanda, Austria, Finlandia, Dinamarca, se percibe que la única manera de buscar una salida al laberinto del fraude piramidal del Estado del Bienestar es volver a los principios propios de su cultura: trabajo duro y restringir el flujo de prestaciones solidarias respecto a los países más pobres, sean de dentro de la propia Unión Europea o de fuera de ella. Al cortar esa hemorragia de transferencias hacia fuera de su núcleo grupal se espera poder recomponer el bienestar de los nacionales, aunque sea a costa de la pobreza ajena. Pero al situar a ese ajeno como extranjero, expulsado del demos, se sirve al interés de la mayoría de dentro del propio demos. El Frente Nacional francés también está en esa línea. Y me atrevería a decir que también ciertos movimientos regionales del “Norte del Sur”, como el nacionalismo en Cataluña (que una vez que consiga que España “deje de robarles” volverá a “
ser rica i plena”) o el regionalismo de la Padania italiana.
Pero el movimiento dominante en la Europa del Sur es el del “Sur del Sur”, Syriza en Grecia, Beppe Grillo en Italia, “Podemos” en España. En este caso la mayoría social que se autoconfigura como parte del demos dominante es la de los que aspiraban a convertirse en beneficiarios de las transferencias de solidaridad propias del imaginario del Estado del Bienestar y ven cómo se van a frustrar sus expectativas. La solución propuesta al fraude piramidal público es la denuncia (impago) de la deuda pública; y, a falta de recursos financieros reales, la emisión de billetes, la expansión monetaria sin tasa.
Es importante observar que el votante de estos movimientos antisistema del Sur no necesariamente tiene que ser un beneficiario actual de transferencia de solidaridad; de hecho normalmente no lo será. A nuestros efectos lo importante es que tenga unas expectativas de serlo en el futuro (posiblemente personas que ven peligrar su puesto de trabajo dependiente del Gasto público desbordado del Estado del Bienestar o que ven en el aire las futuras pensiones a recibir tras cotizar ininterrumpidamente durante varias decenas de años), expectativas que visualiza como derechos (por haber estado cotizando y sosteniendo con su esfuerzo la solidaridad con otros), y que vea con claridad que el sistema actual no va a cumplir esas expectativas-obligaciones que hay contraídas con él, como se le había prometido bajo el imaginario del Estado del Bienestar.
Ambos grupos de movimientos políticos antisistema, para configurar su imaginario de “mayorías” comparten la necesidad de crear un “otro” visible para sus potenciales seguidores. En el Norte será el extranjero, el inmigrante, el “andaluz o extremeño que se pasa el día en la taberna bebiendo vino mientras aquí trabajamos”. En el Sur será el rico, el banquero, el empresario, incluso “la Merkel”. La utopía marxista prometía la felicidad universal, al terminar con la lucha de clases; las utopías de estos movimientos prometen la seguridad y el bienestar de “los nuestros”.
Concluyo, pues justificando el título de “dialéctica del Estado del Bienestar”. Éste se presenta como un sistema de solidaridad social que permite alcanzar las mayores cotas de felicidad global a través de un sistema de seguridad que, a cambio de unos impuestos y unas cotizaciones sociales nada pequeñas, se obliga a garantizar a todo ciudadano un apoyo mínimo en los momentos más difíciles. Eso parece constituir un interés general, alcanzar la felicidad general (dentro de unos márgenes de sufrimiento y precariedad mínimos). Pero dentro de esa felicidad general el ciudadano que vive la ilusión del Estado del Bienestar, no excluye su propia felicidad. No es propio del Estado del Bienestar una mística de alcanzar la felicidad haciendo el bien al prójimo aunque uno mismo salga perjudicado. El ciudadano que contribuye a mantener el Estado del Bienestar se siente, él mismo, beneficiario actual o potencial de dicho Estado. Hay, por tanto, en el Estado del Bienestar un egoísmo de fondo inerradicable que pone en cuestión el mito del “interés general”; por eso, el Estado del Bienestar lleva en su seno su propia antítesis: cuando vienen mal dadas desarrolla un egoísmo feroz que impulsa a mantener el bienestar presente a costa del “otro”, otro que se visualiza como extraño, como detractor de recursos necesarios en interés de la mayoría. El Estado del Bienestar, gran aglutinador del demos, genera dialécticamente la ruptura de ese mismo demos y su fragmentación en mayorías egoístas que creen, bajo su nuevo imaginario, que expulsando del demos a las minorías (el inmigrante o el rico, según distintas posiciones) van a poder recomponer la vieja aspiración del Estado del Bienestar, cuya quiebra no se ve en la inadecuación de su imaginario político, imaginario que, sin embargo, se refuta tácitamenta, sino en la inadecuación de los actuales dirigentes o del propio sistema (según las distintas opciones que hemos visto) para gestionar ese Estado del bienestar.