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TEMA: Algunas reflexiones sobre Montaigne y su "Descubrimiento del Indio"

Algunas reflexiones sobre Montaigne y su "Descubrimiento del Indio" 04 Ene 2011 20:04 #727

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ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE MONTAIGNE Y SU "DESCUBRIMIENTO DEL INDIO" (FINAL DEL TEMA V DE LAS UD DE SAN MARTÍN)

Trata aquí el profesor San Martín sobre el descubrimiento de América y la revisión de conceptos que tuvo lugar en Europa como consecuencia del descubrimiento del indio, un ser humano diferente. La influencia de la interpretación de San Martín sobre los alumnos de la UNED en esta cuestión es grande, y, sin embargo, resulta en mi opinión bastante errónea; por eso pienso que puede tener cierto interés exponer una interpretación divergente.

Sobre este asunto, en el siglo XVI, se abrió un amplio abanico de perspectivas, de muy diferente condición y propósitos, que podemos utilizar para ilustrar las diferentes posturas sobre el hombre, incluso en nuestros días, distinguiendo dos líneas fundamentales: la ontológica y la emancipadora.

La postura ontológica es la seguida por Juan Ginés de Sepúlveda y por Michel de Montaigne. Puede sorprender que meta en el mismo saco a dos personas que sostenían opiniones tan diferentes, pero, como vamos a ver a continuación, tales diferencias son sólo de interés, no de principio, y es éste último lo que aquí nos importa.

En lo que se refiere a Ginés de Sepúlveda, contamos con el “Democrates alter” cuyo texto latino, traducido por Menéndez Pelayo, es accesible en el siguiente enlace (citaré por las páginas de esta edición digital):

En lo que se refiere a Montaigne, recurro al capítulo XXX del Libro I de sus Ensayos (que no es difícil obtener en Internet).

Es evidente que la posición de Ginés de Sepúlveda es la de legitimar el dominio español sobre América con un argumento principal, el que se ha dado en llamar el título de civilización: los indios son incivilizados, por tanto necesitan un poder que los civilice. Sin embargo, la posición de Montaigne es la opuesta: los indios son más civilizados que nosotros, por tanto el dominio hispano-portugués sobre ellos no puede hacer sino corromperlos, “descivilizarlos”. ¿Por qué, entonces, digo que parten del mismo principio? Porque ambos argumentan desde una Idea de hombre, un hombre ontológico, que sería el arquetipo de hombre civilizado y es en referencia a él como juzgan al indio. Como es propio del planteamiento ontológico, la valoración del hecho real se lleva a cabo mediante la vara de medir de una normativa ideal. Esa normativa ideal recibe, no por casualidad creo yo, el mismo nombre en Ginés de Sepúlveda y Montaigne: ley natural (Democrates pág. 2: “si hubiese una gente tan bárbara e inhumana que no contase entre las cosas torpes todos o algunos de los crímenes que he enumerado y no los castigase en sus leyes y en sus costumbres… de esa nación se diría con toda justicia y propiedad que no observa la ley natural”; Essays: “las leyes naturales dirigen su existencia”, la de los indios); ése es el sumo criterio de valoración que ambos invocan. Pero tras la piel de cordero de la ley natural pura acaba asomando el lobo del interés.

El interés defendido por Ginés de Sepúlveda es muy conocido, y suficientemente extendido por los voceros de los imperialismos rivales del hispano-portugués, mediante la famosa leyenda negra. El interés defendido por Montaigne hay que rastrearlo un poco más, pues, por razones que ahora no son del caso, no ha sido tan profusamente aireado. Pero no resulta muy difícil de descubrir.

En el segundo párrafo del capítulo cita Montaigne a Villegaignon, que tocó tierra en un lugar que llamó Francia antártica. ¿Quién era este Villegaignon? Una breve excursión por la wikipedia nos informa cumplidamente: fue un marino francés que, en 1555 desembarcó en Brasil, territorio de control portugués, y se asentó en lo que hoy es Río de Janeiro, hasta que fue expulsado de allí por los portugueses en 1567. Esto nos sitúa, pues, en un contexto político de lucha colonial entre dos “potencias” europeas, Portugal y Francia. ¿Cómo combatir ideológicamente a los imperios español y portugués, que colisionaban, en aquel entonces de forma victoriosa, con el francés? Evidentemente, combatiendo los títulos de conquista que aquéllos esgrimían. Montaigne tenía que saber que en el debate español el título por antonomasia era el título de civilización; fue el defendido por Ginés de Sepúlveda y el único que Francisco de Vitoria, en su De indiis, consideró aceptable (aunque lo dejó un tanto en suspenso, por considerar que no había informaciones suficientemente fiables sobre los habitantes del nuevo continente). Ginés de Sepúlveda argumenta que los indios actúan de forma contraria al derecho natural, especialmente en dos aspectos, la promiscuidad sexual y la antropofagia. Y resulta significativo que estos dos aspectos sean, precisamente, los que intenta combatir Montaigne en su argumentación. Y es especialmente revelador lo que Montaigne aduce en defensa de la antropofagia: tras capturar al enemigo lo “destrozan a espadazos. Hecho esto, le asan, se lo comen entre todos, y envían algunos trozos a los amigos ausentes”. ¿Cómo justificar esto? Dice Montaigne que “habiendo advertido que los portugueses que se unieron a sus adversarios ponían en práctica otra clase de muerte contra ellos cuando los cogían, la cual consistía en enterrarlos hasta la cintura y lanzarles luego en la parte descubierta gran número de flechas para después ahorcarlos… abandonaron su antigua práctica por la nueva de los portugueses”, y ello, según Montaigne, por ser aún más cruel que la práctica antigua del canibalismo. Ya hemos llegado a nuestro objetivo: desvelar el interés de Montaigne, que no es otro que deslegitimar el dominio portugués para o sustituirlo por el francés o, más plausiblemente, dado que eso no era posible como mostró la malograda aventura de Villegaignon, propugnar su exclusión para facilitar el libre comercio, impedido por el monopolio portugués. Para ello no se detiene Montaigne ni ante la brutalidad indígena, en la que no ve nada de bárbaro ni salvaje, con tal de segar la hierba bajo los pies de las potencias que hacían la competencia a Francia, en este caso España y Portugal. Y todo ello, al igual que hacía Ginés de Sepúlveda, para defender el interés de su propio imperio, invocando la ley natural, la norma dimanante del Hombre ideal, del hombre ontológico puro.

Detengámonos ahora en la postura filosóficamente contraria, la de la autorreflexión emancipadora y la autonomía. Cuando Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas mantuvieron su enconado debate sobre los justos títulos y el régimen de encomiendas en 1550, en Valladolid, fue imposible encontrar una solución, sencillamente porque las posturas de ambos se estaban moviendo en niveles diferentes, y eso hacía imposible coincidir en un punto de encuentro. Ginés de Sepúlveda postulaba, desde una valoración peyorativa de la cultura indígena, medida bajo el rasero de “su” ley natural (normativa ontológica), justificar el dominio español, con cultura de valor superior; y mediante ello disfrazaba de ideología el dominio y la violencia guiada por el interés. Las Casas estaba en otro nivel; su conflicto no se planteaba entre mantener la cultura indígena o sustituirla por la española, pues su defensa de los indios siempre se basó en su carácter naturalmente pacífico, no en el mantenimiento de sus rasgos culturales. Lo que Las Casas pretendió fue la autonomía de los indios, no su marginación del mundo como cultura residual, que es lo que se vislumbra en Montaigne. En esta línea Las Casas no estuvo solo, pues ejemplos de esta postura autonomista y emancipadora fueron también los hospitales-pueblo de Vasco de Quiroga en Méjico o las misiones guaraníes de los jesuitas en Paraguay. Estos proyectos, aun fracasados en su día, sí que representan el auténtico espíritu emancipador de contenido utópico, pero no hay en ellos nada de ontología, ni de ordenamientos “puros”, sino crítica de la explotación, la violencia y el dominio de unos hombres sobre otros.

Planteamientos como el de Ginés de Sepúlveda o el de Montaigne, basados en una ontología normativa, se corresponden con una ideología encubridora de interés, pero no con una autonomía emancipadora. Recordemos, para mayor claridad, lo que Habermas entiende por ideología: “Por la experiencia diaria sabemos que las ideas sirven bien a menudo para enmascarar con pretextos legitimadores los motivos reales de nuestras acciones. A lo que en este plano se denomina racionalización, en el plano de la acción colectiva lo llamamos ideología. En ambos casos, el contenido manifiesto de enunciados es falseado por la irreflexiva vinculación a intereses por parte de una conciencia sólo en apariencia autónoma” (Ciencia y técnica como “ideología”, Tecnos, pág.173).
Bin ich doch kein Philosophieprofessor, der nöthig hätte, vor dem Unverstande des andern Bücklinge zu machen.
No soy un profesor de Filosofía, que tenga que hacer reverencias ante la necedad de otro (Schopenhauer).


Jesús M. Morote
Ldo. en Filosofía (UNED-2014)
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Re: Antropología Filosófica (I y II) 05 Ene 2011 11:38 #730

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Interesantes tus reflexiones, muy traídas también al hilo de la asignatura de Historia de la Filosofía española en la que he podido estudiar casi todos estos encuentros y debates que mencionas.

Lo cierto es que me resulta un tanto excesivo achacarle ese interés a Montaigne, que bien podría haber aludido a ese ejemplo particular de los portugueses porque, salvo los españoles, no había otros europeos presentes en la zona como ellos, y no necesariamente para deslegitimarlos frente a los franceses. En Wikipedia se dice de él:
Montaigne muestra su aversión por la violencia y por los conflictos fratricidas entre católicos y protestantes (pero también entre güelfos y gibelinos) cuyo conflicto medieval se agudizó durante su época. Para Montaigne es preciso evitar la reducción de la complejidad en la oposición binaria y en la obligación de escoger bando, privilegiar el retraimiento escéptico como respuesta al fanatismo. En 1942, Stefan Zweig dijo de él: «A pesar de su lucidez infalible, a pesar de la piedad que le embargaba hasta el fondo de su alma, debió asistir a esta despreciable caída del humanismo en la bestialidad, a alguno de esos accesos esporádicos de locura que constituyen a veces lo humano. [...] Esa es la verdadera tragedia de la vida de Montaigne».
Es cierto que esta cita no está a la altura de la tuya, que se refiere directamente al autor, y no viene mediada por la interpretación de otros. Pero, aun con eso, a la luz de la postura general que otros han dilucidado en Montaigne ¿no resulta precipitado obtener de tu cita su defensa del interés francés?

Por otro lado, cabe mencionar la consolidación en la tradición a partir de la defensa del amerindio por parte de Quiroga, Vitoria, Montesinos o Las Casas, de la imagen del buen salvaje que Rousseau tomará. ¿También de forma interesada?

La cuestión es que como de intereses nunca nadie está libre, cualquier postura puede tomarse por ideologizada, pero a veces el análisis ideológico eclipsa la verdad racionalizada que se expone. Es natural que quienes serán beneficiados de alguna forma porque cierta perspectiva acertada salga a la luz sean quienes la den a conocer, la sostengan y expresen; pero, ¿resta necesariamente verdad su condición interesada a su afirmación?
Javier Jurado
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Última Edición: 05 Ene 2011 11:47 por Kierkegaard.
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Re: Antropología Filosófica (I y II) 05 Ene 2011 20:36 #734

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Estuve dudando dónde colocar mi mensaje, que tenía redactado desde hace algún tiempo, cuando cursé la asignatura de Antropología Filosófica. Estuve a punto de colgarlo en su día en el curso virtual de esa asignatura, pero finalmente no me decidí, pues a esas alturas ya me había cansado de “acosar” a San Martín. El mensaje podía haber ido también, como dices, en la asignatura Historia de la filosofía española; o también en la asignatura Historia de la filosofía política.

Puse al final del mensaje la definición de "ideología" de Habermas para dejar claro que no estaba acusando a Montaigne de falaz, sino de estar condicionado por el discurso de la Francia de su tiempo; todo ello frente a las pretensiones de San Martín (no sé si propias o tomadas de otro sitio) de atribuir a Montaigne el descubrimiento de una idea filosófica que personalmente creo que no cabe atribuirle.

No pretendía basar mi crítica al discurso de Montaigne exclusivamente en el texto que reproduje, sino en el contenido entero del capítulo XXX del Libro I de sus Ensayos; merece la pena leerlo entero, pues son sólo 8 o 9 páginas; si alguien está interesado, se lo puedo remitir. Allí se pone de manifiesto que, evidentemente, Montaigne nunca había estado en América y que los testimonios a su alcance eran sólo lo que le contó uno que había estado con Villegaignon en su aventura de la Francia antártica y lo que pudo sacar de un cabecilla indio que fue llevado a Francia y con el que a duras penas se malentendió a través de un intérprete ignorante y de cuya conversación tenía un recuerdo fragmentario. Entonces creo que es legítimo preguntarse, dado que el objetivo de Montaigne al escribir este capítulo no podía ser informar al lector de novedades sobre la vida y cultura de unos indios que le era desconocida y sobre la que sin duda había relatos directos de quienes sí conocían la situación sobre el terreno (hay numerosísimas crónicas españolas de la época, por ejemplo), ¿qué pretendía Montaigne al escribir esas páginas?

Si alguien se toma la molestia de leer el “Democrates” de Ginés de Sepúlveda, la “Destrucción de las Indias” de Bartolomé de las Casas y el “De indiis” de Francisco de Vitoria, se le hará evidente, como me ha pasado a mí, que lo que cuenta Montaigne es un relato basado en, y argumentando sobre, los puntos que unos años antes se habían planteado en España acerca de la legitimidad de los títulos de conquista. Por un lado, Las Casas ya hablaba de la “bondad natural” de los indios, no maleados por la civilización degradada (en el libro de Abellán de Historia de la filosofía española hay varias páginas dedicadas al mito del “Nuevo Mundo” frente al corrupto “Viejo Mundo” y a las utopías como posibilidad “real” abierta por el descubrimiento de las nuevas tierras). Por su parte, el argumentario de Ginés de Sepúlveda incidía sobre el salvajismo destacando dos cuestiones capitales: la antropofagia y la promiscuidad sexual de los indígenas, que según él eran contrarias al derecho natural (y, efectivamente, lo eran con arreglo al Derecho humano y divino de la época en la Vieja Europa). Y esos dos aspectos, que son a los que se refiere Montaigne precisamente, son los mismos estudiados detenidamente por Vitoria en su análisis de los “justos títulos” de conquista, pues son los que justificarían el “título de civilización”, único legítimo en su caso, en el entender de los juristas españoles de la época. Nada nuevo aporta, por tanto, tampoco Montaigne en el orden teórico, como no lo hacía en el orden testimonial de los hechos. En este orden teórico Montaigne pretende lo imposible y absurdo, justificar la antropofagia mediante un patético: ¡y tú más, portugués! Justifica también el que los indios tuvieran a sus prisioneros durante dos o tres meses sometidos a una horrible tortura psicológica, recordándoles continuamente los tormentos y atroz muerte a la que se iban a enfrentar, con el único ánimo sádico de conseguir su derrumbe psicológico. Y todo eso por pura ferocidad pues, en argumento completamente absurdo, Montaigne destaca que los indios tenían de todo, no necesitaban de nada y sus guerras y violencia no tenían su origen en la necesidad o el ánimo de conquista, sino que eran totalmente gratuitas; y destaca eso frente a los portugueses movidos por el interés pecuniario y de poder territorial. Es difícil entender ese argumento, pues el estado de obcecación o de necesidad siempre ha sido una atenuante o, al menos, sirve de explicación de los crímenes frente a la inhumanidad que siempre se ha visto en la violencia puramente gratuita y sin fin alguno. Si hoy alguien mata a otro para robarle cartera, la opinión pública se horroriza; se horroriza más si la cantidad robada era exigua; pero el horror alcanza las mayores cotas si el homicida ni conocía a la víctima ni le quitó nada, si lo mató simplemente porque sí. Vuelvo a insistir en que se lea el ensayo XXX de Montaigne.

Sigue en pie la pregunta: ¿qué pretende, entonces, Montaigne, si no aporta nada nuevo en el terreno de los hechos y, en el terreno teórico, desbarra totalmente?

Me arguyes, Kierkegaard, que mis ideas son novedosas y que contrastan con el juicio que ha merecido Montaigne en la historia de la filosofía. Lo primero que debo decir es que no estoy enjuiciando la obra filosófica del Montaigne en su conjunto, sino que me limito a ese ensayo concreto. Lo segundo, que me extrañaría bastante que autores como Zweig conocieran bien el debate español sobre los justos títulos y que hubieran leído a Ginés de Sepúlveda y a Vitoria. Incluso en España es una cuestión poco conocida y reducida a eruditos como Menéndez Pelayo. Por eso, incluso entre nosotros, al menos en la hora presente, siempre ha sido más cómodo hacerse eco de la ideología dominante (sin análisis crítico), que postula la “leyenda negra”, que dedicar el tiempo al estudio detenido de una cuestión menor.

En todo caso, espero que este pequeño debate sirva para poner en cuestión lo que San Martín considera aportación fundamentalísima a la historia del “reconocimiento del otro”, aunque sólo sea porque Bartolomé de las Casas (y en esto no estuvo solo, sino que recibió amplio eco), y mucho antes el obispo Montesinos (sermón de 1511), ya había “reconocido” al otro e incluso puesto toda su vida y su carrera en defensa de ese “otro” antes de que Montaigne redactase su ensayo cómodamente instalado en su castillo francés y dispuesto a recibir toda clase de parabienes por su ataque a los intereses imperiales hispano-portugueses, que se acomodaba muy bien con los intereses franceses.
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Jesús M. Morote
Ldo. en Filosofía (UNED-2014)
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