Según un experimento de Wolfgang Köhler ya clásico: con la ayuda de dos trozos de papel gris, uno más claro y otro más oscuro, podemos enseñar a los pollitos a buscar su pienso sobre el papel más claro. Si sustituimos entonces el papel oscuro por un papel aún más claro que el anterior, los pollitos, inducidos a error, buscarán su pitanza no sobre el papel en donde siempre la han encontrado, sino sobre aquél donde podían esperar encontrarla, teniendo en cuenta la relación entre los tonos, es decir, sobre el más claro de los dos. Sus pequeños cerebros son sensibles a las gradaciones de tonos más que a los estímulos particulares. Se encontrarían con las peores dificultades si la naturaleza hubiese decidido lo contrario. En casi ningún caso el recuerdo de un estímulo exacto les permitiría reconocer el papel buscado. Una nube velando el sol modificaría la tonalidad, e incluso una simple inclinación de cabeza o una aproximación bajo un ángulo diferente. Si lo que llamamos la «identidad» no fuese estabilizada dentro del marco de una relación constante entre los elementos de un entorno, se perdería en un torbellino caótico de impresiones que no serían nunca repetidas de forma idéntica.