Y la traducción aún mejora más traduciendo el inglés “causation” por “causalidad” (y no por ese horrendo “causación” que usa la traductora de la edición española). Usé en mi traducción el “también” por el contexto de la frase de Strawson. Me extiendo un poco sobre ese contexto pues es una cuestión que afecta no sólo a la metafísica, sino también a la filosofía de la ciencia.
Según interpreto lo que Strawson expone en su libro, su alegato principal frente al escepticismo gnoseológico consiste en asumir tranquilamente que es una pérdida de tiempo andar planteándose la posibilidad del conocimiento de lo real. Las cosas son como son y las percibimos fundamentalmente como son (sin excluir, naturalmente, la posibilidad de errores puntuales) y es absurdo pensar que erramos totalmente al conocer o incluso que ese error universal sea una mera posibilidad. Por consiguiente, el estudio del simple lenguaje ordinario revela no sólo las categorías como a priori trascendental, sino que revela también la propia realidad. Me recuerda bastante este planteamiento al de la escuela escocesa del sentido común que fue seguida entre nosotros por la escuela catalana del siglo XIX y muy particularmente por Jaime Balmes.
Bajo estos puntos de partida, Strawson analiza dos conceptos fundamentales de la metafísica, como son el de sustancia y el de causa. Y para justificar su presencia en la metafísica acude al lenguaje ordinario, donde halla su fundamento filosófico. Esos términos pueden ser todo lo filosóficos que queramos, pero hunden sus raíces en el propio lenguaje que usa hasta el más tosco de los hablantes. Y eso no ofrece duda en el caso de la sustancia, pues el solo uso ordinario de los sustantivos, como “perro”, “mesa”, etc., ya evidencia que todo el mundo entiende lo que es la sustancia y la puede diferenciar de los accidentes, que se acoplan como accesorios a la sustancia. Hay que reconocer que muchas veces los filósofos se andan por las ramas, pues si bien es cierto que lo que vemos es “Fido” o “Sultán”, no “perro”, no deja de tener un fundamento categórico (y, si seguimos los presupuestos de Strawson, real) que el individuo “Fido”, el individuo “Sultán” y el individuo “Juan García” no son tres individuos aislados y desconectados igualmente entre sí, sino que Fido y Sultán son perros y Juan García hombre; aunque no haya en el mundo cosa alguna que podamos señalar como sustancia “perro” ni como sustancia “hombre”.
Pero Strawson va más allá y, frente a quienes reconocen ese fundamento en el lenguaje ordinario de la “sustancia” pero se lo niegan al concepto de “causa”, alega que también la causalidad halla ahí su reconocimiento y, por tanto, bajo los presupuestos de Strawson, su fundamento. De ahí mi traducción, introduciendo el “también”. Ese fundamento en el lenguaje ordinario (“vocabulario de la observación” lo llama Strawson) podemos verlo en los verbos de acción o transacción, como “tirar”, “arrastrar”, “empujar” y muchísimos tantos más, que recogen cómo una acción desencadena una consecuencia, es decir, contemplan una relación causa-efecto.
Lo que me interesa ahora es extraer algunas consecuencias de este planteamiento para la filosofía de la ciencia, en particular para la doctrina de Kuhn sobre las revoluciones científicas centrada en la revocación de un paradigma y su sustitución por otro. Hay en esta doctrina dos elementos en concreto que creo que pueden ser seriamente cuestionados. El primero de ellos, es la intercambiabilidad de los paradigmas: en la descripción que hace Kuhn de los paradigmas no se dispone de criterio alguno de valoración que permita afirmar la superioridad de uno respecto de otro; la sustitución de paradigma es el resultado de factores ideológicos ajenos al propio paradigma en sí mismo considerado. El segundo elemento cuestionable es la repetibilidad del modelo kuhniano de revolución científica potencialmente ad infinitum: se trata de un esquema que se propone como ahistórico, en el sentido de que no depende de ciertas circunstancias históricas de un momento dado, sino que resultaría aplicable como esquema interpretativo general formal de la historia de la ciencia.
Empezando por esta segunda cuestión, creo que resulta bastante sorprendente que Kuhn pretenda la aplicación general de un esquema cuyo único ejemplo conocido realmente es la llamada “revolución científica” por antonomasia, el movimiento científico que tuvo lugar en Europa a partir del siglo XV. Ni en otras civilizaciones distintas de la occidental, ni en otras épocas históricas ha habido semejante “revolución científica” radical, con independencia de determinados avances o retrocesos en el cultivo de la ciencia. En tales condiciones se presenta como un tanto ilusorio pretender que ese suceso histórico puntual es un esquema universalizable a lo largo de la historia y por toda la faz de la Tierra.
Pero eso nos lleva a la primera cuestión, la de la intercambiabilidad de paradigmas; y aquí es donde entra en juego el principio metafísico de Strawson. Pues la intercambiabilidad de paradigmas consiste en la intercambiabilidad de principios teóricos de la ciencia (o principios que podríamos llamar propiamente metafísicos): parece como si, para Kuhn, no existieran tales a prioris y, en consecuencia, los principios teóricos fueran contingentes y, por lo tanto, perfectamente removibles, sin más obstáculo que la “rigidez” o “cerrazón” casi supersticiosa que todos mostramos a la remoción de nuestras convicciones ya adquiridas. Esa plasticidad de los principios (al menos en el plazo relativamente corto en que se mueve el análisis de Kuhn; otra cosa sería en el largo plazo de la evolución del hombre como especie biológica) ciertamente puede ser cuestionada desde el hecho de que la famosa “revolución científica” del Renacimiento no supuso realmente cambio alguno notable ni en la sintaxis ni en la semántica de las lenguas que entonces se hablaban, lo que, si nos adherimos a la doctrina de Strawson, significaría un mantenimiento de los esquemas interpretativos de la realidad o, al menos, de sus elementos fundamentales; para no hablar de la permanencia de los principios lógico-deductivos, que nadie pensó en el siglo XV en cambiar, manteniéndose con toda tranquilidad los mismos que se venían conociendo desde Aristóteles y que, en lo esencial, seguimos estudiando hoy en día bajo el nombre de “deducción natural”.
Lo que ciertamente, sin embargo, sí está sucediendo en la ciencia a partir de finales del siglo XIX es otra cosa, que entiendo bastante alejada de la sustitución de paradigmas al estilo de Kuhn. Lo que está ocurriendo es que, sencillamente, la ciencia se está desprendiendo de todo paradigma, y renuncia a explicar el mundo para limitarse a predecir; y para eso no hacen falta principios, bastan ecuaciones. Dice Strawson (p. 175-176): “Incluso en los casos en los que el vocabulario de la observación nos proporciona verbos de acción o de acaecimiento, de manera que en un sentido comprendemos ya los efectos al observar sus modos de producción más groseros, podemos tener motivos para querer una explicación más profunda o más general y, por tanto, para investigar los micromecanismos de producción, los procesos más refinados que subyacen a los más groseros. No hay duda de que con la evolución de la teoría física sofisticada disminuye y finalmente, quizá, llega a su fin el uso y la utilidad de nuestros modelos más groseros. Llegados a este punto, la noción de causa deja de cumplir su cometido en la teoría física, como Russell dijo que debería y que acabaría por suceder”. Y más adelante concluye Strawson (p. 179-180): “En general, por lo tanto, la búsqueda de teorías causales es una búsqueda de modos de acción y reacción que no son observables en el nivel ordinario (o que no son observables en absoluto, sino que se los postula o se los adopta como hipótesis) y que encontramos inteligibles porque los elaboramos como modelos a partir de, o porque los concebimos en analogía con, esos varios modos de acción y reacción que la experiencia ofrece a la observación grosera (...). Y finalmente, como se ha sugerido ya, en los desarrollos más complejos de la teoría física los modelos parecen desvanecerse del todo. Las ecuaciones sustituyen a las imágenes. La causación es engullida por la matemática.”
Pienso que no es ajena a ese estado de cosas (desconexión de la teoría física y de los principios básicos de nuestra manera de concebir el mundo) la controversia acerca de la “visión cuántica del mundo”, la pregunta de cómo es posible que una teoría tenga una contrastada capacidad predictiva (como es el caso de la física cuántica en el nivel subatómico) y, sin embargo, sea incapaz de explicar en términos causales lo que sucede en el mundo al que la propia teoría se aplica. Por eso los más grandes científicos que levantaron el edificio cuántico intentaron encontrar esa explicación y debatieron profusamente sobre ella. En sentido strawsoniano se trata de un debate propiamente metafísico. Tal vez por eso no sea tan extraño que, en la búsqueda de esa explicación del mundo perdida en aras de la capacidad predictiva de la teoría, la visión cuántica del mundo haya recorrido el camino inverso al del nacimiento de la filosofía, proceso que propongo denominar “del logos al mito” (¿sería, pues, este camino inverso, el de la muerte de la filosofía?). Y, efectivamente, creo que no me alejo mucho de la verdad si llamo “mitos” a las propuestas explicativas que se nos ofrecen de la física cuántica.
Por supuesto, empezando con el “mito” del Gran Arquitecto providente recogido en la frase de Einstein sobre el principio de indeterminación de Heisenberg: “Dios no juega a los dados”. Podemos seguir con el segundo gran “mito” de la física cuántica, el que espero se me permita llamar “mito del gato de Schrödinger”. La interpretación trivial de este mito es que hay un gato en una caja cerrada que puede estar muerto o estar vivo: no lo sabré hasta que no abra la caja. Según la metafísica tradicional (principios lógicos y lingüísticos generales) el gato ya está muerto o vivo antes de abrir la caja, pero nosotros no lo sabremos hasta abrirla. Pero no es eso lo que narra el mito de Schrödinger, sino que el gato se halla en una “superposición de estados”, que está vivo y muerto a la vez; y esa superposición de estados no se clarifica, el mundo no se decanta por una de las dos opciones superpuestas hasta que abrimos la caja y miramos. Es decir, que, en tanto no abramos la caja, el estado del mundo es de “p^¬p”, lo que es un absurdo lógico y, por tanto, si seguimos a Strawson, un absurdo ontológico; pero o admitimos eso o no podemos predecir la realidad subatómica. No hay explicación metafísica u ontológica posible: sólo mítica.
No es extraño, por eso, que haya habido propuestas de sustituir la lógica ordinaria por la “lógica cuántica”; con escaso éxito, por otro lado, pues, si seguimos a Strawson, cambiar la lógica sería cambiar el mundo, y a eso no llegamos; de ahí el vaticinio de Russell recogido por Strawson. Pero si no podemos sustituir nuestra ontología (lógica) por una novedosa ontología (lógica) cuántica alternativa, sólo queda sustituir el “logos” (la lógica) por el “mito”. Y de ahí la proliferación de fábulas (y no lo digo en sentido peyorativo de invenciones arbitrarias) cuánticas; el mito de un Dios con “motivos ocultos” que los mortales no pueden comprender fue la solución de Einstein con sus “variables ocultas”. También entraría en esta categoría mítica la propuesta del “desdoblamiento” de los mundos: cuando se abre la caja de Schrödinger el mundo se desdobla, en uno el gato está vivo y en el otro está muerto; a partir de ahí cada mundo sigue su historia por separado.