Introducción.
La psicología en general considera la depresión como una enfermedad de la mente; la claudicación o desesperanza que mina el estado de ánimo de las personas inhibiéndoles a éstas las ganas de hacer, luchar y proyectar, impidiéndoles, en definitiva, el constante quehacer vital. Pero Unamuno, más sagaz, consideró que la enfermedad, en sí misma, radicaba en la propia esencia humana, es decir, sostenía que el hombre es un animal enfermo (ver "Del sentimiento trágico de la vida") pues es consciente de que su destino último será dejar de ser.
¿Cómo no ha de estar enfermo, ebrio de angustia y desesperanza, un ser conocedor y sabedor de que su destino último será inevitablemente la muerte? ¿Cómo puede obligarse a luchar y, aún más, tener ganas de vivir, un ser que sabe que algún día dejará de ser y perderá la consciencia de sí mismo y de su particular yo?
Así, el ser humano es un ser enfermo en tanto padece y sufre lo que Unamuno denominó sentimiento trágico de vivir. Pero incluso aceptando que, realmente, todos los seres humanos seamos animales enfermos, infectados de nihilismo, náusea ante la vida o anonadamiento... ¿Cuáles serían los mecanismos o defensas psicológicas que permitirían a unos individuos superar y salvar el drama que es el vivir (Ortega)?
De entrada, y es opinión personal, creo que habría que entender la superación y la salvación de la angustia como metas u objetivos a alcanzar para, en última instancia, evitar el suicidio; es decir, no existe cura para la enfermedad del alma, pues lo único que podemos hacer es burlar dicha enfermedad a través de argucias y artimañas que nos permitan engañar a la existencia. Burlar y engañar, no hay más, por más que a tan taimados remedios se les haya pretendido dignificar con ropajes científicos (neurociencias) o pseudocientíficos (psicología).
¿Qué son los mecanismos de defensa psicológicos sino engaños programados por nuestra mente, a veces incluso inconscientemente, para evitar el sufrimiento? ¿Qué es una terapia, sino una burla orquestada y perfectamente dirigida por un profesional para conseguir que el paciente pueda llegar a autoengañarse a sí mismo?
¿Y en qué consiste el engaño que teje el psicólogo desde su consulta, el sacerdote desde su púlpito, el filósofo desde su cátedra o el ideólogo desde su poltrona? Consiste, sencillamente, en inventar un sentido; consiste en crear e imaginar lo que no puede ni podrá ser hallado: el sentido del ser.
Podríamos sostener que, potencialmente, todos los seres humanos, en tanto que infectados a priori del sentimiento trágico que supone el hecho de vivir, tenemos una predisposición a la depresión e incluso, en último término, podríamos llegar a desear nuestra propia autoinmolación o suicido vital.
Desde luego, la depresión, entendida como falta de ánimo o ausencia de ganas de vivir (hacer, interactuar, proyectar y planificar...) puede aparecer en la mayoría de las personas en algún momento de sus vidas, por cortos o breves períodos de tiempo, con mayor o menor intensidad. ¿Quién no se ha sentido deprimido en alguna ocasión?
Espiritualidad, engaño y poesía.
No voy a reflexionar sobre la depresión (el título de este pretencioso pseudoensayo ya da fe de ello) desde una perspectiva psicológica, menos aún desde el campo de las neurociencias o la neuropsiquiatría.
Sí, está comprobada científicamente la implicación de ciertos neurotransmisores (sustancias químicas) en el desarrollo de la depresión (serotonina, noradrenalina y dopamina). Pero las causas de las depresiones, además de biológicas, también pueden ser psicológicas o ambientales.
Ante un episodio depresivo, el paciente podrá ser más o menos consciente del porqué de su estado de ánimo apático y de su angustia, dependiendo de la gravedad o evidencia de las causas que los provoquen. Resulta fácil establecer una relación causa-efecto cuando, por ejemplo, la persona deprimida ha sufrido la pérdida de un ser querido o sufre algún tipo de grave enfermedad.
Sin embargo, existe un tipo de depresión difícil de explicar: aquélla en la que el sujeto dice no saber por qué se siente decaído y triste, o desconoce por qué ha perdido las ganas de vivir.
La ciencia acude rauda ante este tipo de depresiones sin aparentes causas ambientales o psicológicas (dependientes de rasgos de personalidad) y nos propone una explicación desde la neuropsiquiatría o la herencia genética; y, por supuesto, tras la objetiva explicación científica, proporcionan medicación para la cura, ahora sí entendida como solución, que no como superación o salvación.
La cura hace desaparecer la depresión, pero solo en algunos episodios depresivos que no son crónicos. Cuando la depresión es crónica, la medicación solo puede mantener artificialmente un adecuado estado de ánimo que le permita al individuo hacer una vida normal.
Y aquí quería llegar...
Muchos grandes pensadores, sospecho que Unamuno y Sartre entre ellos, por supuesto también Camus, fueron personalidades depresivas. ¿Quiénes, sino unos depresivos irredentos, sentirían sentimientos trágicos o náuseas ante el hecho absurdo de vivir? De hecho, el más sincero de todos ellos, Albert Camus, lo dijo con meridiana y sincera claridad: "Solo existe un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio". Y Camus aún fue más certero y preciso: "Se puede evitar el suicidio, pero no se puede evitar pensar en él".
¡Exacto! Podemos evitar el trágico y fatal final al que puede llevarnos la desesperación y la angustia existencial, pero no podemos evitar seguir pensado en el suicido como solución.
¿Por qué Camus creyó evitar el suicidio a través de la filosofía?
Pues porque desarrolló toda una auto-terapia, o autoengaño si se prefiere, para salvarse a sí mismo, que no curarse. La filosofía salva pero no cura; nos salva de desear autoinmolarnos en un determinado momento de debilidad, pero no nos cura de la enfermedad del alma que nos sumerge en la angustia existencial.
Me gusta referirme a la enfermedad del alma, utilizando conscientemente connotaciones espirituales, porque lo que está enfermo en el hombre, desde el principio de los tiempos, es su alma, su espíritu, su razón para vivir. La filosofía, por tanto, es una artimaña tan válida o tan poco válida como la religión: un engaño al cabo para permitirnos soportar el absurdo que es la existencia.
Ahora bien, dependiendo del grado de cinismo o hipocresía de las personas, éstas recurrirán a uno u otro tipo de engaño o argucia para salvarse a sí mismas del suicidio o autoinmolación vital.
Obsérvese que en varias ocasiones me he referido a la autoinmolación vital, una suerte de suicidio irresponsable al que también podemos llegar, como personas o grupos colectivos, tras la pérdida de referentes y valores morales, espirituales en definitiva. De hecho, Occidente camina imparable hacia una futura autoinmolación vital. Occidente no tiene cura, pero tampoco está por la labor de buscar una superación o salvación al nihilismo que le está matando lentamente, poco a poco. Pero ahora no toca tratar este polémico tema.
Clases de personas y sus respectivos tipos de engaños o autoengaños.
Decía, coincidiendo con Camus, que es inevitable pensar en el suicidio, al menos cuando se llega a la certeza (y yo temo haber llegado a ella) de que realmente la existencia es un completo absurdo sin sentido. Que se lo pregunten a Heidegger, incapaz al final de hallar el sentido del ser, por más que se obligara a preguntarse sobre él. O mejor aún, preguntémoselo a Wittgenstein, el gran filósofo resignado que claudicó ante la vida y optó por callar y dejar de elucubrar.
Tengo la sospecha de que cuando una persona es terriblemente sincera consigo misma, hasta el punto de que se obliga a no mentirse o autoengañarse, como sea y con la artimaña que sea (religión, filosofía, arte, poesía...), solo le queda dejarse morir. Así, en verdad podríamos considerar a Wittgenstein como el último y único superhombre del pensamiento humano capaz de ser consecuente con la lógica pura que dictamina, sin sentimentalismos ni trampas existenciales, que la vida es una mierda; una gran farsa o absurdo, o un sueño, como dijera el poeta.
Todos los demás somos supervivientes, es decir, grandes fariseos, cínicos o hipócritas, que sabedores de que no existe cura para la enfermedad del alma, nos inventamos trampas y engaños para burlar la enfermedad, para superar la depresión y vivir, sin más, hasta que nos llega el morir.
Pero sospecho que Wittgenstein tan solo ha sido uno de los primeros mártires y que, poco a poco, a medida que el nihilismo y el anonadamiento, la angustia frente a la nada, se vaya instalando en nuestras maltrechas y débiles almas acabaremos por desenmascararnos a nosotros mismos y todas nuestra mentiras. ¿Queda algo de energía vital o espiritual, hoy, en las decadentes sociedades occidentales? No, porque, como Wittgenstein, cada vez hay más claudicantes, racionalistas ebrios de honestidad que se obcecan en matar a la vida a fuer de negarse a hacer trampas; a fuer de negarse a autoengañarse y de negarse a utilizar las artimañas tradicionales de la religión, la mística, la fantasía. ¿Qué fue lo que acabó con el Reino de Fantasía sino la Nada (magnífico Michael ende)?
De momento, negado el espíritu, solo nos queda la filosofía, moribunda, todo hay que decirlo, y por eso no es de extrañar que el vacío dejado por la religión y el pensamiento más "sesudo" haya sido ocupado al asalto por los poetas. ¡Y mucho cuidado con los poetas, con esos grandes fingidores y maestros de la mentira y el engaño! ¡Y cuidado especial con el poeta político!
Pero lleguemos a las tres clases básicas de personas:
1) Las religiosas y/o espirituales (incluyo místicas varias y tendencias cripto-budistas, tan de moda).
2) Las filosóficas y racionales (incluyo filósofos, metafísicos e ideólogos varios).
3) Las poéticas y artistas en general: actores, pintores, literatos y, sobre todo, políticos.
Dicha clasificación solo atiende a un criterio: el tipo de engaño o autoengaño utilizado por cada clase de persona para burlar la depresión, el drama de vivir o el sentimiento trágico de vivir.
Ninguna de estas clases de personas es honesta, pues todas han optado por dar sentido a sus vidas a través de diferentes engaños y argucias, es decir, todas han preferido mentir antes que morir.
Los religiosos y místicos: son los mentirosos que, hoy, resulta más fácil desenmascarar. De hecho, la creencia en dioses o entes espirituales ya solo puede sostenerse desde la fe irracional de algunas personas que, a través de dicho autoengaño, consiguen dar sentido a sus vidas y burlar la angustia frente a la muerte. Nada que objetar: sálvese, que no cúrese, el que pueda.
Los filósofos y racionalistas: todos en el mismo saco, desde los presocráticos, hasta los clásicos, pasando por Descartes, Hegel, Kant y hasta llegar a Nietzsche, el único con cierto atisbo de honestidad, que, sin embargo, también prefirió vivir, aunque solo fuese engañándose al creer que con su genial locura dejaba en evidencia al resto de hipócritas. Al final, pero, un embaucador más que supo cómo evitar el suicidio.
Los poetas y artistas en general: son los grandes embaucadores y fingidores, farsantes e hipócritas por excelencia. No en vano eran los preferidos de Nietzsche. Quizás otrora, el loco alemán acertó en ver en ellos una alternativa a las tradicionales religiones y filosofías del momento. Pero ahora sabemos, al menos algunos de nosotros, que la poesía no es más que el engaño más inmoral perpetrado por quienes pretenden salvarse a sí mismos, y evitar el suicidio, a costa de legitimar su arte como herencia para la humanidad y el bien común. A este tipo de poetas, tan dados a salvar sus culos a través de los ropajes de la bonhomía y fingidos altruismos, pertenece la peligrosa especie de los políticos.
¿Qué tienen en común cualquier ferviente creyente, de cualquier dogma religioso, y cualquier político con éxito? Pues que ambos saben cómo vender un necesario mensaje de esperanza para dar sentido a la existencia de las masas. Ambos seducen, los dos prometen; los dos se aprovechan de la desesperanza de los pueblos. Dios será el supremum que impartirá justicia para unos, y el Estado omnipresente será el medio a través del cual los otros alcanzarán su utópico paraíso en la Tierra.
¿Qué es la libertad, al cabo, comparada con el gozo de vivir sabiendo que en la otra vida nos irá mejor, o sabiendo que ningún esfuerzo será necesario cuando Papá Estado nos "mantenga bien cebados y castrados" proporcionándonos subvenciones, ayudas y prestaciones, subsidios...?
Todos los farsantes y sus engaños están ya desenmascarados. ¿Qué nos queda por hacer? ¿Qué podemos hacer para sobrevivir a la desesperanza? ¿Volvemos a erigir en dioses todopoderosos a los gurús de turno capaces de seducir y prometer utópicas felicidades a las masas?
Nunca, como hoy, los últimos hombres de carne y hueso estuvieron tan solos y desamparados.