A lo largo de los años he ido consolidando la percepción de que el modelo del Estado-nación avanzaba hacia su caducidad. Y francamente, es más una percepción desiderativa que predictiva: superar el modelo sólo será posible con el planteamiento dialogado, crítico y maduro de un nuevo modelo, por el que la razón frente al poder tendrá mucho que decir y luchar. Pero, ¿qué impredecibles consecuencias podría traer ese nuevo modelo hoy desconocido?
Desde tiempo inmemoral, la cultura humana, a imagen del desarrollo biológico, ha tendido hacia la diversidad, probablemente porque la variación en las prácticas culturales facilitaba, como sucede en la genética, la mejor adaptación de la especie. Nuevas formas culturales permitían experimentar con nuevas estructuras y organizaciones sociales, nuevas respuestas ante las inquietudes individuales y grupales, nuevas respuestas ante los cambios en el entorno (ecológicos, geopolíticos, de las culturas próximas, etc.). Basta que germine una lengua en alguna localización como para que en un plazo históricamente breve surjan dialectos, variantes y con el tiempo nuevas lenguas. Babel es el sino humano, y con toda la riqueza de perspectivas que ello conlleva, también se ha alojado al fondo de tantos sufrimientos a lo largo de la historia que algunos lo consideraron pecado primigenio. El segundo principio de la termodinámica relativo a la imposibilidad de disminuir la entropía, por así decirlo, también impera aquí: la naturaleza humana ha tendido siempre a su dispersión, a su disgregación. La selección natural, sin embargo, ha unido a esta tendencia diversificadora el exigente y fáctico perfil del entorno, estimulando la supervivencia de los más aptos. La vida se opone a la disgregación.
Este fáctico perfil del entorno, en términos culturales y políticos, como fuerza contraria a esta disgregación enriquecedora, se ha traducido a lo largo de la historia en diversos intentos en pos de establecer una cierta uniformidad cultural, que ha facilitado en tantas civilizaciones su administración y supervivencia. Los peces grandes se comían a los chicos e imponían sus modos culturales (e incluso sus genes, pues son curiosos los análisis sociobiológicos que analizan los expolios y saqueos en los que los vencedores mataban a todos los hombres y niños, y violaban a mujeres y a niñas, haciendo preservar sus genes en los embarazos no deseados entre sus vencidos). Darwinismos culturales aparte, en el encuentro entre distintas fuerzas es posible que a causa – entre otras – de la pérdida de flexibilidad que conllevaba esta uniformidad se produjera la caída de tantas civilizaciones hegemónicas. Pero mi ánimo no es entrar sutilezas históricas para consolidar una base empírica sobre la que discutir, a base de ensayar esta óptica sobre el surgimiento y caída de imperios y civilizaciones como el persa, el macedonio o el romano.
La cuestión es que en este batiburrillo cultural en el que la humanidad se ha venido diversificando siempre a lo largo de la historia, los diversos intentos de reducción de la entropía cultural fueron gestando a lo largo de los siglos la potente ideología del nacionalismo, que se consolidó fundamentalmente a lo largo del siglo XIX, a partir del establecimiento de los Estados-nación europeos más antiguos. En pleno romanticismo, la ideología nacionalista encontró un fuerte aliado en el liberalismo emergente, y despertó una potente respuesta en comunidades que compartían los suficientes lazos culturales, pero, sobre todo, enemigos comunes, como para germinar en ellas. La virtud del nacionalismo supuso, de este modo, la consolidación de una nueva solidaridad en comunidades deslavazadas, al calor de una ideología que no habría existido tan vivamente bajo un estado de coerción o temor, y se constituyó en uno de los baluartes más aventajados del liberalismo moderno. Su proliferación hizo que, a partir de ese momento, toda oligarquía o monarquía que quiso sobrevivir tuviera que plegarse a esta suerte de brote liberal, emancipador, aunque sólo fuera revistiéndose de sus principios e incluyéndose entre los signos emblemáticos de su imaginario colectivo. Como dice M. Billing el nacionalismo aglutinaba así costumbres, rutinas, creencias ideológicas, sentimientos y símbolos que se asumen consciente o inconscientemente, en ese nacionalismo interiorizado e inadvertido que a todos nos late de una manera u otra. Omniabarcante y exhaustivo, el nacionalismo nos envuelve desde su construcción como comunidad de pertenencia, anclada en una historia y una cultura de la que ningún ser humano puede sustraerse. La vida cultural se organiza más refinadamente frente al desorden entrópico.
Sin embargo, a pesar de esa “simpatía común” que Stuart Mill predicaba de la vinculación cultural homogénea que propone el nacionalismo, su problema fundamental es que, al estructurarse apelando a la identidad más que a la voluntad, al sentimiento más que a la razón, desde su definición guarda en su seno una incongruencia irremediable, una fatalidad incapaz de sustraerse al principio entrópico: Como ideología de doble dirección, enfrenta a nacionalismos consagrados como Estados-nación y nacionalismos de oposición demandantes de un Estado propio, independiente y soberano. Se mantiene así una inconsistencia incapaz de soportar la universalidad kantiana: Lo que es legítimo para unos resulta cuestionable para otros. La definición de la nación que unos consideran propia se realiza a costa de la de otros, del mismo modo en que para que en un sistema cerrado pueda reducirse la entropía de una región sólo puede realizarse a costa de que aumente la del resto del sistema.
Los resignados a esta voluntad de poder que nos enfrenta podrán no considerarlo un problema, pero a mí la razón – e incluso el sentimiento, que también se educa – me pide otra cosa. El nacionalismo ha dado cobertura al mantenimiento de statu quo injustos en el seno de las naciones, ha fomentado la división entre ellas, ha servido de semilla de sistemas totalitarios e imperialismos, ha sido motor de guerras, genocidios, holocaustos… Demasiados sufrimientos, esfuerzos en vano, intransigencias, luchas, vidas y muertes se ha cobrado el nacionalismo de cualquier color como para seguir contentándose con él a estas alturas de la Historia. Esta insatisfacción es de la razón, la misma que hacía reflexionar al estoicismo y consolidaba su aspiración al cosmopolitismo, a la liberación de las cadenas irracionales del poder, sin caer en la ingenuidad, ni en un ejercicio de romanticismo barato, burgués y cobarde. Pero esta insatisfacción también es del sentimiento romántico universalista, el de Espronceda, cuyo pirata tenía por única patria la mar.
En las dos últimas centurias hemos asistido a la radicalización del nacionalismo y con sus atrocidades, hoy asistimos al desencanto posmoderno, cayendo junto con el resto de las grandes ideologías. Así pues, cada nación, consolidada o como aspiración, se ve hoy más que nunca sometida a ese plebiscito diario, a ese consentimiento tangible que decía Renan, al cuestionamiento de la vigencia de las bizantinas y cada vez menos pragmáticas discusiones sobre el sujeto de la autodeterminación. Cada individuo realiza hoy un cálculo cada vez más exigente entre los esfuerzos que le demanda y los beneficios que le ofrece la defensa de la nación – insisto, consolidada o imaginada. La gente muestra agotamiento. Y sin embargo, a pesar del individualismo hedonista, las demandas nacionalistas vuelven una y otra vez a levantar ampollas y a causar revuelos. Y el problema del nacionalismo vuelve a evidenciarse: en general, quienes más ruido hacen y más parecen rebelarse frente a las demandas de los nacionalismos aspirantes que consideran insolidarias, son los que descansan tácitamente en su propio nacionalismo inadvertido, sin pretensión expansionista pero satisfecho en su inmovilismo con la facticidad histórica, y al que acríticamente le consienten su insolidaridad con otras naciones históricamente expoliadas, desposeídas y negadas.
En algunas partes del globo, algunas de las virtudes del nacionalismo aún tienen que ser alcanzadas, pues como enorme fuerza movilizadora, muchas comunidades humanas explotadas a lo largo de la historia han encontrado en él el camino hacia su liberación frente a opresores de todo tipo. Y acaso por eso aún resiste su vigencia, por ejemplo, bajo razonables formas de indigenismo. Pero en muchos otros frentes, este modelo resulta un lastre, no sólo por el círculo vicioso en el que se enreda y por el historial conflictivo que lleva consigo, sino por los nuevos retos a los que nos enfrenta desarmados: el poder de las empresas transnacionales – mucho más ágiles y prácticas en observar las ventajas de la globalización del planeta – no deja de crecer, mientras los estados-nación quedan rezagados en su capacidad de influencia y control.
La democratización y el diálogo racional exigen un nuevo modelo que desmantele el actual, por ambos extremos: desde la supranacionalidad y el consenso internacional hasta el federalismo plurinacional y multicultural. Y aquí entra de nuevo la reflexión entrópica: ¿Es sólo contrafáctica o es contrafactible esta aspiración? ¿A costa de qué podría la humanidad, en un futuro a priori deseable, construir ese nuevo modelo de separación de poderes, democrático y global, sin perder la riqueza de su diversidad cultural? Algunos temen una globalización uniformista que al estilo orwelliano degenere en un totalitarismo planetario sin alternativa, cercenada o aletargada la conciencia civil. Otros temen la incapacidad del planeta para siquiera soportar una nueva transición de un sistema que, desde los orígenes de la vida, ha venido contrariando el empuje del aumento de entropía a costa de la energía del Sol (como tantos seguidores del Diseño Inteligente se empeñan ofuscadamente en ignorar). Como en la crisis de la democracia, la caducidad del modelo Estado-nación nos urge a reflexionar sobre un nuevo escenario político que creo que aún tardaremos en vislumbrar.