Qué tal, Lelo:
Ciertamente no fui demasiado claro en cuanto a qué me refería, pero es que tenía en mente cosas bastante arduas de explicar. Voy a intentar decirlo mejor.
Me refería al sentimiento de "si tendrán eco nuestros actos con el devenir de los siglos". Me refería también al sentimiento de "si se recordará nuestra valentía en la batalla". Me refería, pues, a los sentimientos del romanticismo histórico relacionados tanto con el futuro como con la acción.
Empezaré diciendo que ambos sentimientos entrecomillados sí son propios de la aristocracia griega. La condición para que lo hayan sido no se debe a la capacidad individual de estos individuos, sino a su particular cosmovisión, a que la virtud de la acción para estos no dependa de un cuestionamiento acerca de qué fin merece la pena, sino que, presupuestos los buenos fines, u oculta su bondad bajo un estatus indiscutido, la virtud esté garantizada por el mero intento, manifestado en el buen morir, en el morir bello, con independencia del éxito, de si se consigue o no se consigue algo. La conquista está dada en el presente de la vida aristocrática griega, en llevar el apellido que se lleva; hasta la muerte hay ocio, y el cuerpo muerto es el triunfo: el negocio del aristócrata, la fama, su firma.
Trataré de plantearme a mí mismo una objeción. He dicho: "la virtud esté garantizada por el mero intento", bien, pero, ¿intento de qué, de qué cosa? (Adelanto la respuesta: de nada que competa a nadie saber ni discutir, del talante naif de la acción heroica).
Hasta la llegada de la filosofía y de la eclosión profesional del ejercicio sofista, de la generalización de la discusión pública; hasta que son los hombres los que se plantean los unos a los otros los misterios y las paradojas de la vida que otrora eran competencia exclusiva de la divinidad, hasta ese momento el qué merece la pena hacer, el qué es buena acción, es juicio privado de los caciques, cuyo juicio cabalga en adivinaciones y misterios divinos, privacidad y exclusividad del juicio de semi-dioses que es rasgo esencial de la épica homérica y que se refleja en el carácter simultáneamente caprichoso, altanero, violento y noble, de un Aquiles, por ejemplo. Cuando leí la Ilíada lo primero que me sorprendió fue pensar en que la obra cumbre de la literatura occidental tiene por eje de la acción el capricho de un joven que decide tirar por tierra una campaña militar decisiva por una cuita personal estrafalaria consistente en que Agamenón le hurte los derechos sobre Briseida, un mero botín de guerra. ¿Dónde está aquí el sentido común?, ¿Dónde está incluso un sentido punitivo-trágico superior? No lo hay, solo hay aristócratas decidiendo cosas en una fase histórico-ideal donde se manifiesta un estadio infinitamente ingenuo del juicio y de la acción (naif).
Luego, aunque ya en la épica trasluzcan conatos de reflexión, la fama está cuasi-garantizada por un sentido del curso de la acción que es privado, y precisamente porque es privado. Y, por privado, diríamos nosotros, fetichizado como cosa o acción natural. De ahí que estos héroes se llamen semi-dioses, o sea, semi-inertes. La fama de un aristócrata, de un cacique de la época heroica, está tan garantizada como un río, una montaña, una constelación, etc. Su fama depende de ellos y ellos no dependen de nada más que de sí mismos, una mismidad privada, intelectualmente inabordable, que es garantía de su estatus y sello del género épico. No hay héroes propiamente caídos en desgracia en la Ilíada como si los hay, ya por principio, en la tragedia. En la Odisea hay conatos de duda, pero la condición de cosa natural del hombre semi-divino aun se sostiene de la mano del astuto Odiseo, cuya astucia consiste en sostener el rasgo divino en medio de una incipiente y oceánica deriva existencial.
En la Modernidad los románticos no expresan los sentimientos a los que me referí más arriba porque la duda está instalada como principio intelectual metódico (Descartes), de modo que la acción está cautiva, siendo la llave de su prisión alguna idea genial y no alguna acción, no un certero disparo de flecha o de dardo, no un espadazo ni la resistencia de los escudos en ristre, sino alguna idea... La idea genial de los románticos es, dicho en general, la de abolir la duda racional en una apuesta por una renovada naturalidad, para reconquistar la vieja ingenuidad de una acción vinculada, por vía de una sublimada capacitación sensible, a los deseos de los dioses, de lo privado y lo misterioso del ser, que nace porque sí y muere porque sí y que entre medias hace cosas inspirado precisamente por dicha gratuidad existencial correspondientemente divina.
En esta situación moderna, románticos y no románticos no pueden expresar cabalmente el que su acción sea recordada, pues antes sienten el deber de recuperarla (el vigor o el derecho de la acción). Tampoco, pues, van a esperar nada del futuro en términos naturales, sino reflexivos, objetivos, espirituales, como un fruto de la conciencia teórica (Añádasele a esto lo que dije sobre el impacto sociológico del capitalismo para entenderlo mejor).
Alguien como Hölderlin asumirá la imposibilidad de recuperar el talante heroico griego, como da a entender el final de Hiperión; alguien como Nietzsche se hundirá en adivinanzas conmovido por el carácter en el fondo irracional de la vida y de la necesidad de hacer de la necesidad virtud, algún día; alguien como Goethe pacerá como una vaca sagrada, placiéndose de la similitud entre naturaleza y representación que genera la obra de arte perfecta; alguien como Rousseau prescribirá la ley natural de la acción futura; y Marx, a mi entender, sorprenderá a todos anunciando una posible síntesis de acción y pensamiento, siendo este, para mí, desde luego, el proyecto filosófico moderno más importante y comprensivo de todos.
¡Ay, y qué gracia me hicieron en su día estas palabras de Rousseau!
Entro en materia sin demostrar la importancia de mi tema. Si se
me preguntara si soy príncipe o legislador para escribir sobre política,
contestaría que no, y que precisamente por no serlo lo hago: si lo fuera, no perdería mi tiempo en decir lo que es necesario hacer; lo haría o
guardaría silencio.
Todo lo que he dicho no deja de ser una especie de examen hermenéutico de la idea de acción en dos épocas distintas (¿en términos de crítica literaria?). Quizás esta apreciación permita enmarcar mejor el argumento.