— ¿He de seguir remando, incluso contra mi pesar? ¿He de hacer un sobreesfuerzo para que el fuego perviva? ¿Hay ascuas, todavía yace algo del mismo que pueda avivar o he de apagarlo con las aguas del Leteo?
Llevamos cuatro meses en este viaje. Nos conocimos en el puerto: los dos trabajábamos en el mismo buque. En su día hicimos escapadas esporádicas que permitieron conocernos: coincidimos en un barco y acordamos, algunos días, a cultivar nuestra pasión por la navegación con fugaces escapadas que se agotaban en pocas horas. Nunca pasamos noches juntos: tan sólo dos pequeñas tardes de fuego incandescente fueron suficientes para saciarnos. A pesar de que nuestros encuentros se interrumpieron, ahora nos encontramos en una travesía que presupongo larga y seria: distinto es chapotear en las orillas de una playa a adentrarse con tu compañero de viaje en la alta mar.
Durante el tiempo que llevamos navegando ha sido inevitable el afloramiento de los sentimientos; o, al menos, yo así lo pensaba; o, quizá, yo me sentí -ficcionalmente- acompañado en los míos. Ella decía que estaba enamorada: invocando el discurso del amor, me transmitía que se sentía fatal en mi ausencia, que me pensaba constantemente, que se sentía bendecida por los dioses por habernos cruzado; hablaba incluso de construir una cabaña para que los dos viviésemos cuando llegáramos a tierra firme.
Cualquier lobo de mar sabe que el océano es oscuro y peligroso: podemos encontrar tesoros, pero, sin duda, podemos quedar dañados de muerte si nos somos capaces de enfrentar con éxito a las adversidades que moran en ellos. Nuestro barco no parece tampoco el mejor para emprender una larga travesía por los siguientes motivos:
— La distancia de edad entre nuestros cuerpos condiciona el movimiento de nuestro barco: sus brazos, algo envejecidos, no permiten brazadas muy seguras mientras que los míos, jóvenes y esbeltos, me permiten remar con decisión. Cualquier progreso del trayecto exige sincronizarnos hacia la misma dirección y empujar con la misma fuerza: sin destino no hay camino; sin sincronía, un lado del barco ejerce más fuerza que el otro y ello puede desviar -hacer retroceder o imposibilitar- el avance del barco.
- Cada uno de nosotros, un joven marinero y una capitana veterana, tiene habitaciones individuales. En el interior de las mismas moran fantasmas errantes que pretenden generar discordia. Por ejemplo, algunos de ellos, los que habitan en una sala de ella que contiene mapas de viajes pasados fallidos, pretenden apagar el fuego en el que descansa el incierto éxito de nuestra travesía. Sus cantos aspiran a cancelar el discurso del amor susurrando palabras escépticas y señalando cadáveres del pasado.
Mis habitaciones no se encuentran exentas de demonios: unos, fantasmagóricos, me pretenden convencer de que yo no soy el marinero adecuado para este barco, que ella se siente atraída por otro tipo de navegantes; otros, reales aunque moribundos, blanden su quebrada daga contra mi sable forjado con los mejores materiales y empuñado por manos curtidas por la pericia. No puedo evitar tampoco sentir la sombra de la puñalada trapera planear sobre mi cuello, sea el victimario un ser inmaterial o una persona ávida de venganza.
- ¿Dudas de este ardor? ¿Quién no confiaría en este fuego de mágicos destellos, irredento y que todo lo ilumina? ¡Venga! Yo ya estoy adentrándome. Ven, si quieres...
Por fortuna contamos con un candil cuyo fuego baña todas las habitaciones de luz haciendo desaparecer, así, toda manifestación fantasmal: todo lo sombrío desaparece cuando la llama pervive. Con él, tomándolo por cierto, me animé a zarpar. ¿De qué se alimenta? ¿Qué propicia su llama? La pasión es muy fuerte: llegamos a encenderlo hasta tres veces por día, llegando a azuzarlo con saliva, sudor, mordiscos y contracciones involuntarias. ¿Serán única y exclusivamente nuestros encuentros nocturnos los que fortalezcan la llama? ¿Puede sólo ese alimento, por sí mismo, dotarnos de la energía necesaria para remar, aunque sepa a maná caído cielo?
¿Cuál es el problema, entonces? Dos: uno, que no parece que encontremos un consenso acerca del destino; el otro, que la falta de una hoja de ruta hace que mi aportación al fuego languidezca. Aunque segura de querer tenerme en su barco de forma exclusiva, su remar es errático o sin un destino claro. Esta inseguridad acerca de hacia dónde nos dirigimos modula mis brazadas: a veces intento adaptarme a las suyas, lo cual me genera dolor en tanto que siento que mis expectativas y esfuerzos por llegar a un sitio estable son inútiles por no coincidir con los suyos; otras tantas intento convencerla de llegar a la isla que yo deseo para pisar suelo firme, pero sus dudas me zahieren.
¿He de seguir remando aunque mis brazos se encuentren confusos, cansados y heridos? ¿Finjo como si nada que su indecisión no me afecta, aunque por dentro mi estado sea incluso más proceloso que la peor de las tormentas marineras? ¿Fuerzo todavía más la situación planteándole de nuevo mis expectativas, a pesar de que ello pueda entorpecer su remar? ¿O motu proprio apago nuestro fuego con las aguas del Leteo, aquellas que hacen a uno olvidar, y ahogarnos así en la tempestad? ¿Qué haríais?