Las últimas páginas del primer volumen son una auténtica delicia por las descripciones:
(...) He vuelto a encontrar esa complejidad del bosque de Bolonia, por virtud de la cual es un sitio artificial, un jardín, en el sentido zoológico o mitológico de la palabra, este año, cuando atravesaba camino de Trianón, una de las primeras mañanas de noviembre; (...) Y aquella mañana, al no oír la lluvia de los días anteriores y al ver sonreír al buen tiempo en una comisura de las cerradas cortinas, como en la comisura de una boca cerrada que deja escaparse el secreto de su felicidad, sentí que me sería dable ver aquellas hojas amarillas atravesadas por la luz en plena belleza; y sin poder por menos de irme a ver los árboles, como antaño, cuando oía el viento soplar en la chimenea, no podía por menos de marcharme a orillas del mar, salí hacia el Trianón, atravesando el Bosque de Bolonia.
(...) En unos sitios la luz era espesa, como masa de ladrillos, y cimentaba toscamente contra el cielo las hojas de los castaños como un lienzo de fábrica persa con dibujos azules, mientras que en otras partes las destacaba contra el firmamento, hacia el cual tendían ellas sus crispados dedos de oro. Hacia la mitad de un tronco de árbol revestido de viña loca, la luz hizo un injerto, del cual arrancaba, imposible de distinguir claramente por el exceso de luz, un gran ramo de flores rojizas, quizá una variedad de clavel (…) Porque los árboles seguían viviendo su vida propia, que cuando no tenían hojas brillaba aún mejor en la vaina de terciopelo verde que envolvía sus troncos, o en el blanco esmalte de las esferitas de muérdago sembradas en lo alto de los álamos y redondas como el sol y la luna de la Creación miguelangesca. Pero como hacía tanto tiempo que, por un a modo de injerto, tenían que vivir en relación con las mujeres, me evocaban la dríada, la damita elegante, esquiva y coloreada que ellos abrigan con sus ramas, haciéndolas sentir, como ellos la sienten, la fuerza de la primavera o del otoño; me recordaban los felices tiempos de mi crédula juventud, cuando yo iba a esos lugares donde maravillosas obras de arte femenino tomaban forma pasajera entre las hojas inconscientes y encubridoras (…) Pero cuando desaparece un creencia, la sobrevive –y con mayor vida, para ocultar la falta de esa fuerza que teníamos para infundir realidad a las cosas nuevas- un apego fetichista a las cosas antiguas que ella animaba, como si acaso lo divino residiera en las creencias y no en nosotros, y como si nuestra incredulidad actual tuviera por causa contingente la muerte de los dioses.
(…) ¿Cómo hacerles comprender la emoción que yo sentía las mañanas de invierno, cuando me encontraba con la señora de Swann, a pie, con su capillo de nutria y una sencilla gorra con dos cuchillos de plumas de perdiz, pero que evocaba toda la artificiosa tibieza de su cuarto sólo por el ramito de violetas prendido en el pecho, que con su florecer vivo y azulado frente al cielo gris, frente al aire helado, frente a los árboles sin hojas, tenía el encanto de no considerar la estación y el tiempo más que como un marco y de vivir en una atmósfera humana, en la atmósfera de esa mujer, la misma que envolvía en los jarrones y las jardineras de su salón, junto al fuego encendido, delante del sofá de seda, a otras flores que miraban cómo caía la nieve por detrás de los cristales? (...) Bastaba que la señora de Swann no llegara exactamente igual que antes, y en ese mismo momento que entonces, para que la Avenida fuera otra cosa. Los sitios que hemos conocido no pertenecen tampoco a ese mundo del espacio donde los situamos para mayor facilidad. Y no eran más que una delgada capa, entre otras muchas, de las impresiones que formaban nuestra vida de entonces; el recordar una determinada imagen no es sino echar de menos un determinado instante, y las casas, los caminos, los paseos, desgraciadamente son tan fugitivos como los años.