Dignidad o indignidad de un suicidio, ejercicio o no de la libertad. La gente se suicida. La cuestión que me surge es ¿por qué no se dice o no lo decimos? Ese tabú que lo recubre, o el efecto llamada que impide publicarlo, la vergüenza que produce en las familias...
En mi entorno, que se sepa con certeza, se han suicidado 5 personas. Dos hermanos de mi padre, dos vecinas de mi patio y una compañera de trabajo. No verbalizaré siquiera el pensamiento de que el único denominador común que tenían era conocerme a mí, eso podría abismarme en el delirio y terminar por arrastrarme hasta la mesa del anatómico forense por no dejarlo todo tirado por ahí.
Que sí, que habrá gente que lo haga en ejercicio de su libertad o por buscarse un final artístico antes de que la muerte le pille de cualquier manera, eso no queda chic. Para muerte dignas la de la tía Bernarda de mi madre, 85 años, termina de comer, apura ese dedito de vino y arrastrando las zapatillas se tumba a dormir la siesta eterna. Ojo, que muere el autor y emerge el lector y si éste tiene siete años, la muerte de la tía Bernarda le parece todo menos digna y, por tanto, no vuelve a meterse en la cama a dormir ni para Dios, vaya a ser que no se despierte más, ¡jo qué noches las de aquel verano! En qué momento conté aquel final tan digno. No sé si ya, de universitario, le sigue dando tanto pavor volver temprano a casa a dormir o es solo un fiestero incorregible.
De aquellas cinco personas, ninguna lo hizo en ejercicio de su libertad, o sí, pero empujados por el dolor, la enfermedad, el desamparo. No es algo meditado, se hace, sin más. Uno iba a jugar al tenis y se lanzó a la vía del metro, otro se iba al día siguiente a la playa y se tomó un kilo de pastillas… nada pensado, nada diseñado. Alrededor solo dejan dolor, una terrible incomprensión, una insoportable culpa y el deseo de que aquello no trascienda por nada en el mundo.
Nuestras ciudades hiperpobladas e inmersas en la velocidad frenética, incurren en la paradoja de dejar a mucha gente sola, abandonada o sumidas en un dolor profundo que es ajeno a los demás o enfermos, no podemos estar enfermos en la ciudad, o condenados al silencio o lo que sea. No pienso en el suicida más allá de su muerte, pienso en su vida y pienso en la de los suyos. La muerte acontece y nada más. Si se busca algún tipo de notoriedad pos-mortem, mi experiencia es que la obra de arte quedará en el sótano de pocos, alguno o alguna, escondido bajo capas del deseo imposible de olvidarlo, y en el exterior, el estupor rápidamente solventado con cualquier explicación peregrina. De mi tío se dijo que resbaló en el andén y la fuerza del comboy al entrar en la estación lo succionó y por eso cayó en la vía. Me he pasado mi puñetera infancia y pubertad pegada a la pared o agarrada al de al lado para no ser succionada, las veces que me atrevía a bajar al metro. De mi otro tío, algún fulano de la ambulancia o algún allegado le sopló los mil pavos que tenía en un sobre en su mesilla para gastar en vacaciones, también el reloj. De mi compañera, muchas conversaciones con su madre y hermana, durante meses llamaban a la oficina y era realmente penoso alcanzar a decir algo al escucharlas. De mis vecinas, poco más, sus familias vendieron el piso y se largaron.
No seré yo quien anime a nadie a suicidarse y si puedo evitarlo, no dudaré en hacerlo por instinto, supongo, el que hace que un tipo se tire al mar a sacar a cualquier desconocido ahogándose y sea él quien pierda la vida. Otra muerte no diseñada, no pensada al milímetro, muy dolorosa pero realmente épica y digna de ser recordada.
Muy poco filosófico esto de contar la vida de una, me oye Sócrates y me calza un zapatazo en la cabeza.