No conozco ni las noticias ni al personaje público de Íñigo Errejón –ni tengo conocimientos del panorama político español–, de modo que lo que puedo opinar no es ni respecto a este contexto ni a este caso particular, sino en el sentido amplio del título del hilo.
A la duda principal de leira89 sobre el limite de nuestra capacidad de decisión, yo lo situaría en la capacidad de la conciencia de los actos y en la capacidad de anticipar sus consecuencias del agente.
A una persona diagnosticada con esquizofrenia o con demencia en medio de un brote psicótico, por ejemplo, poca responsabilidad moral puede atribuírsele en estos términos, al igual que a la gran mayoría de personas en el espectro autista, las cuales son totalmente dependientes y sus respuestas con el entorno están limitadas a una total dependencia de éste, anulando toda agencia autónoma del individuo. Sus facultades superiores están tan alteradas que no puede considerse que tengan agencia de la conciencia de sus actos –en el caso del esquizofrénico, máxime durante las crisis– ni la tengan en la previsión del impacto de sus acciones en el entorno.
En cambio, a un ludópata, a un cleptómano o a quien padece satiriasis, como a un autista de alto funcionamiento, un delincuente sexual, una personalidad esquizoide o antisocial, personas con trastornos de tipo II o a alguien con depresión crónica –espero que esto no suene desalmado– sus facultades autónomas para dar cuenta de la conciencia de sus actos y de la comprensión de sus consecuencias están intactas. Pueden estar condicionadas por sus hábitos e ideaciones particulares relativas a la interacción de factores entorno, personalidad, genética, química cerebral, etc., pero tienen agencia plena en cuanto a su conciencia y su capacidad de evaluar los efectos de sus actos. El hecho de que su capacidad de agencia esté vulnerada por el condicionamiento de su conducta no radica en que no sea capaz de distinguir el bien y el mal de sus actos respecto a varas de medir y juicios ajenos, sino a que carece de las herramientas psicológicas para manejar aquello que ha conseguido condicionar sus hábitos de conducta.
Estos no pueden eludir, en mi opinión, la responsabilidad moral de sus actos sin apelar a otros trastornos mentales distintos a los que apelaría en cada caso por su conducta (el ludópata, el violador, el ladrón, el antisocial o el depresivo –hablando en abstracto–, todos tendrían que recurrir a algún trastorno degenerativo de las funciones superiores, que huelga decir no tienen alteradas, por lo que las conductas de adicción al juego, de agresión sexual, de robo, de aislamiento o de abandono de sí mismo serían consecuencias justificadas por los factores del entorno o la genética sobre su personalidad para dar lugar a este otro trastorno limitante, a saber: demencia, lesiones del sistema nervioso, etc.).
Esto equivale a decir que todos los trastornos mentales se reducirían a un puñado de causas neurofisiológicas y que enajenan la voluntad y privan de la conciencia de los actos y de la previsión de sus consecuencias, lo que es un descargo de responsabilidad injustificable. Luego, la ludopatía, la agresión o la depresión serían meras consecuencias arbitrarias o estadísticas, construcciones sociales dadas por el entorno a las que subyacen estos trastornos limitantes.
Pero en ningun modo esto parece ser asi. Todos estos casos, incluso quiero pensar que el del agresor sexual –por más que me joda plantearlo para este caso– y el de la depresión crónica –porque existe evidencia de que las depresiones crónicas causan lesiones neurofisiológicas irreversibles–, son prevenibles y pueden abordarse mediante terapia psicológica, precisamente porque los individuos que los padecen tienen total agencia de sus facultades superiores y por tanto autonomía sobre sus actos y su estado mental, lo que posibilita que puedan adquirir las herramientas necesarias para resolver –o hacer frente a– sus problemas psicológicos.