El artículo de Kierkegaard nos pone frente a uno de los tipos básicos de la Ética contemporánea: el burócrata de Max Weber. Porque desde el Derecho romano la gestión, la negotiorum gestio, ha sido gestión de negocios ajenos y no propios. Cuando Weber observó que en la modernidad no hay sino politeísmo moral, es decir, pluralidad de visiones morales frente al monolitismo ético de la antigüedad, aparece la distinción entre medios y fines, y con ella el burócrata, el científico que se especializa en la utilización de medios, desentendiéndose de los fines, que supone dados por instancias externas a él. Es la misma distinción que se hace en la ciencia económica entre Economía normativa (o Política económica), que señala cómo deberían ser las cosas y fija objetivos deseables, y la Economía positiva (o Teoría económica), que se centra en el estudio científico de las relaciones fácticas. El político y el científico weberianos. Pero en relación con todo ello surgen dos cuestiones: 1) ¿Es tan tajante la separación entre medios y fines?, y 2) ¿Qué consecuencias acarrea para el propio burócrata, en cuanto también es persona con creencias propias, ese desdoblamiento entre su papel como instrumento de los fines de otros y su cualidad humana de fin en sí mismo?
En cuanto a lo primero, la función del burócrata puede presentarse bajo dos aspectos de maximización: o bien parte de unos recursos (medios) dados limitados (restricción presupuestaria) y su labor consiste en obtener de ellos el máximo valor añadido (fines); o bien se le presenta un objetivo o fin dado y se le pide que lo cumpla utilizando el mínimo de recursos o de medios, el menor coste posible que permita alcanzarlo. Pero bajo esa apariencia de separación entre fines y medios hay siempre un punto de contacto, una conexión que permite enlazarlos; esa conexión es el precio, el valor socialmente objetivado de los diferentes bienes. Porque lo que se obtiene de la gestión (fines) es un valor cuantificado multiplicando cantidad por precio (QiXPi, donde i son los distintos productos o servicios producidos) y lo que se emplea en obtenerlo (medios) es otro valor que se obtiene mediante otra multiplicación de cantidad por precio (QjXPj, donde j son los diferentes recursos utilizados para producir i). El burócrata maneja los precios P como datos; pero en la medida en que los precios no son unos absolutos, sino relativos entre ellos y, además, dependientes de la cantidad Q disponible de cada bien por la ley de la oferta y la demanda, el burócrata, al gestionar, está interfiriendo en los valores y, en consecuencia, determinando y condicionando los fines a los que, en principio, pretendía mantenerse ajeno. Sin contar, además, con los bienes para los que el mercado no es capaz de fijar precio, externalidades y demás anomalías del mercado que el burócrata debe suplir mediante “precios-sombra” y demás artificios que le obligan a introducir valoraciones propias y subjetivas en el proceso de toma de decisiones.
Respecto a lo segundo, se produce el fenómeno de la alienación, tan característica de la modernidad. La quiebra de la vida del hombre en dos ámbitos no sólo separados, sino contradictorios: la vida laboral a la que uno se siente extraño, pues se está poniendo al servicio de fines ajenos, pero necesaria para la subsistencia, y la vida privada en la que uno pretende realizarse como ser humano. Una importante fuente de angustia y malestar este círculo en el que uno tiene que hacer lo que no quiere para poder hacer lo que quiere.
Pero también en la cuestión primera observamos otra fuente de estrés, el nombre moderno para la angustia, como muy bien nos dice Kierkegaard en su artículo: la incertidumbre. Los economistas han ideado una expresión que utilizan con frecuencia al plantear sus ecuaciones de equilibrio: rebus sic stantibus, todo eso que predigo se cumplirá “si permanecen así las cosas”. Esa cláusula reconoce la incertidumbre, el riesgo, lo que los clásicos llamaban Fortuna o “tyje”. Nada permanece estable, todo se desenvuelve en una mudanza eterna, pues hasta lo que yo mismo hago modifica el entorno en base al cual tomé la decisión de hacerlo. El burócrata, el científico, lo sabe, pero se ve atrapado en su propio papel de taumaturgo de la vida social, pues si reconociera que el resultado de su diseño de medios es azaroso, ¿para qué necesitaríamos al burócrata, que nada garantiza? El burócrata vende que tiene la llave para conseguir fines, pero sabe en su interior que la consecución de tales fines depende en gran medida del azar, lo que produce la inevitable ansiedad del mentiroso ante la posibilidad de que se descubra su mentira.