Me parece que en vuestro planteamiento, Kierkegaard y HermesT, y en los de los dos artículos que comentamos, de Costas y Ovejero, con los que os identificáis, hay un cierto defecto de
non sequitur. Porque al parecer estáis preocupadísimos por la envergadura de la crisis (cuya amplitud verdaderamente carece de antecedentes en los tiempos modernos) pero achacáis las causas a “pequeños” desajustes del sistema. Ni causas pequeñas suelen tener efectos grandes ni efectos grandes se solucionan con pequeños retoques. En mi opinión se trata de una crisis sistémica, una crisis del propio sistema y que sólo se solucionará mediante ajustes muy duros en el propio juego de relaciones del sistema político y económico vigente.
Aunque me hubiera gustado mantener este debate en términos estrictamente filosóficos, porque ese es el objetivo del foro, me veo obligado, más que nada por alusiones y porque no se aplique el principio de que “el que calla otorga”, a rebatir vuestros argumentos “económicos”; intentaré hacerlo brevemente porque esto no es un foro de economía. Tomo pie de lo que dice Ovejero y que citas, Kierkegaard, en tu mensaje anterior: “se ha mostrado que
lo del orden espontáneo es un cuento”. Unos conocimientos no excesivamente avanzados de historia del pensamiento económico ponen de manifiesto que hay ahí una clara falacia del “muñeco de paja”. Porque Ovejero parece rebatir a un etéreo (e irreal) oponente que defendería hoy la “mano invisible” de Adam Smith. Eso es obvio que hoy no lo defiende nadie; y eso desde hace ya bastante tiempo. La crisis de 1929 ya evidenció que, incluso aunque el libre mercado se autoajustara y llegara a alcanzar situaciones de equilibrio, ese proceso de ajuste podía ser muy duro en términos sociales y era conveniente que el poder público instrumentara medidas de política económica para ayudar a alcanzar esos equilibrios de forma más rápida y menos traumática socialmente.
El problema es que esa intervención pública en la economía se ha justificado de una forma a menudo muy confusa desde el punto de vista teórico, pues la coincidencia de algunos instrumentos de política económica en coadyuvar a fines de política diferentes, ha generado bastante confusión. Tomemos, por ejemplo, unas herramientas clásicas del keynesianismo, los llamados “estabilizadores automáticos”, como la tarifa progresiva del IRPF o los subsidios de desempleo. En épocas de expansión económica desmesurada, al crecer los tipos impositivos de forma progresiva, hacen que la recaudación del IRPF aumente más que proporcionalmente, retirando así fondos del sector privado (es decir, de la demanda agregada) lo que tira hacia atrás de la ola expansionista. En tiempos de crisis ocurre a la inversa, pues la recaudación por IRPF disminuye más que proporcionalmente de lo que disminuye la renta disponible de los individuos, contribuyendo así a que la demanda no se retraiga tanto; lo mismo pasa con los subsidios por desempleo: en épocas de crisis contribuyen a mantener la demanda agregada (el sector público traspasa fondos a los consumidores) y en épocas de bonanza disminuyen esas transferencias (pues hay pleno empleo o casi). Pero es evidente que esos estabilizadores automáticos son, además, instrumentos básicos de una política social de redistribución de rentas, pues tanto la tarifa progresiva del IRPF como las prestaciones por desempleo suponen, en última instancia, una redistribución de recursos desde los individuos con mayores rentas a los individuos menos favorecidos económicamente. Así todo encaja y el keynesianismo (especialmente en su versión posterior a la Segunda Guerra Mundial, conocida como Estado del Bienestar) provee una explicación en la cual la misma herramienta de política económica es éticamente deseable y perfectamente justificada desde el punto de vista de la teoría económica.
Pero si bien hay una justificación teórica clara
dentro del propio sistema económico de libre mercado para ciertas intromisiones del poder público en el libre juego de las fuerzas del mercado (como las antes indicadas a escala macroeconómica, pero también a nivel microeconómico ciertas actuaciones correctoras de imperfecciones técnicas del mercado -externalización de costes, monopolios naturales, bienes de imposible exclusión, y otras- que no contradicen el modelo de libre mercado, sino que más bien intentan asegurarlo) ese portillo se ha venido utilizando, debido a la naturaleza imprecisa de la ciencia económica, como toda ciencia social, para ir limando la propia base liberal del sistema hasta hacerlo irreconocible.
Nos hemos visto abocados, así, a lo que yo llamaría un uso a gran escala de la falacia del
continuum (o del sorites: ver “Uso de razón” y su diccionario de falacias en la sección de enlaces web de este mismo foro). Esta falacia, que se llama también a veces “falacia del montón”, procede de una antigua paradoja ya atribuida a Eubulides de Mileto (o de Megara; lo he visto de ambas formas): si tengo un montón de arena y le quito un grano, ¿sigue siendo un montón? La respuesta, naturalmente, es que sí. ¿Y si le quito otro grano? También. ¿Y si le quito otro? Etc. De forma que, siguiendo ese razonamiento, cuando sólo tenga un grano seguiré teniendo un montón. Lo falaz del razonamiento está en que se pasa por alto que tiene que haber un límite entre lo que es un montón y lo que ya es sólo un puñado de arena, y nos negamos en principio a fijar el límite de granos que separa un montón de un puñado. Y eso es lo que pasa con Costas y Ovejero: no quieren ver que hay un límite entre una economía de libre mercado y una economía de dirección centralizada; que, si vamos quitando grano a grano, céntimo a céntimo, recursos del sector privado para que el gran Estado redistribuidor los reasigne al margen del juego del propio mercado, acabaremos llegando a una situación en la que la libertad privada ya no dispone de un montón de euros, sino sólo de un puñado. No sabemos cuándo se ha producido el cambio, pero se ha producido: ya no hay montón, ya no hay libre mercado.
Ya he dicho alguna vez (no recuerdo si en este mismo foro) que la ciencia económica afirma que una economía de dirección centralizada puede (en principio y teóricamente) asignar los recursos de forma óptimamente eficaz, tanto como puede hacerlo (en principio y teóricamente) una economía de libre mercado. No estoy prejuzgando eso; lo que estoy poniendo en cuestión es que se llame economía de mercado (montón) a lo que es economía de dirección centralizada (puñado). Y no hay que olvidar que optar por un modelo u otro es una opción de valores materiales de cada uno; pero que se llame a cada cosa por su nombre parece una medida recomendable desde el punto de vista de higiene dialógica.
Hay otra falacia más, por ambigüedad, en los planteamientos de Costas y Ovejero, pues no acabo de entender bien si la crisis a la que se refieren es la de España o la del mundo en su globalidad. Si esos capitalistas tan malos que Costas señala como culpables de la crisis son de Estados Unidos o están entre nosotros. Así es difícil llegar a hacer un diagnóstico claro de la situación y de las medidas para enderezarla. A mí personalmente me viene un poco ancho llevar a cabo un análisis de la crisis a escala mundial. Así pues, reduciéndome al ámbito español, sí que alcanzo a ver que no a todos los países de Europa les va igual de mal con esto de la crisis (Alemania parece que ya ha salido de ella, por ejemplo:
El paro español triplica el alemán), así que no me parecería una mala perspectiva, en vez de emprenderla con unos gaseosos malvados culpables de todo lo que nos pasa, mirar a ver qué diferencias hay entre los sistemas económicos de los países de nuestro entorno y el nuestro (siguiendo con mi ejemplo, analizar el tamaño de los montones y los puñados de arena en los distintos países) porque a lo mejor ahí encontramos la explicación a alguno de nuestros males, mejor que buscar a ver si tenemos al lado a alguien a quien echarle la culpa de lo que nos pasa (y de lo que, por supuesto, nosotros nunca somos los culpables).
Finalizo con unas frases que me han parecido inquietantes e incluso de tintes siniestros:
HermesT dijo: “
...sin medidas de control del poder político por parte de la ciudadanía...”
Kierkegaard dijo, citando a Ovejero: “
...la necesidad de controlar a los poderes políticos para evitar su entrega a los poderes económicos...”
¿Qué circulo vicioso se está montando ahí? ¿Cuál será ese poder político 1 que está por encima del (y va a controlar al) poder político 2? Porque si se pide que un poder político controle a otro, es que estamos reconociendo dos poderes “políticos” contrapuestos; el poder que hay que controlar parece claro: el Gobierno surgido democráticamente de las urnas (con todos los defectos del sistema que se quiera); no está nada clara la fuente y la legitimidad institucional de ese otro poder contrapuesto y superior. A mí me sigue sonando a sermón aquinatense llamando a la rebelión contra el poder tiránico, e incluso a la vieja invocación tiranicida del padre Mariana. Pero el caso es que ese “poder tiránico” tiene (aunque sea precaria e imperfecta) una cierta legitimación democrática, que no acabo de ver en ese superpoder político no institucional al que se invoca.
Vuelvo a insistir una vez más en que el camino es la profundización en la limpieza formal del sistema de elección y en el proceso de toma de decisiones en un marco institucional democrático, no en imponer cada uno el Gobierno de sus propios valores.