Antes que nada, dos cuestiones:
-Thunderbird: Aunque parece ser la versión oficial (al menos, es la que da la página del Vaticano sobre la Capilla Sixtina) eso de las Sibilas que profetizaron la venida de Cristo me parece un poco forzado. Hay doce espacios en la bóveda dedicados a estos menesteres. ¿Fueron precisamente seis y sólo seis Sibilas y, casualmente, seis y sólo seis profetas los que hablaron de la encarnación de Cristo? ¿De qué fuentes disponemos para saber lo que anunciaron las profetisas helenas? Por otro lado, la iconografía de la Capilla Sixtina en ningún caso hace referencia a la redención. Toda la bóveda sólo representa imágenes del Antiguo Testamento. Y la gran pared con el Juicio Final.
-Kierkegaard: La imagen de la creación de Adán que yo había puesto era bastante imprecisa. En la que ahora pones tú se ve bastante mejor y, en efecto, te tengo que dar la razón en el que el personaje al que abraza Dios es una mujer. Aunque de pechos poco prominentes, se ve claro por el tamaño de la aréola del pecho derecho que se trata de una mujer. Pero no hay nada que permita identificarla con Eva. No se parece mucho a las Evas que hay en el resto de la bóveda. Y teniendo en cuenta, como se ilustra en otro panel de la bóveda, que Eva fue creada de Adán, no se entiende bien cómo es que ya está vivita y coleando cuando Dios da vida a Adán.
(Respuesta al mensaje 483 de Thunderbird.)
El título del hilo lo he tomado de Calvo Serraller, del título de uno de sus libros, “la senda extraviada del arte”, en la que nos encontramos actualmente.
¿Cómo se ha llegado a extraviar la senda, a que al mirar un cuadro (o escuchar una pieza musical o leer una poesía) ya no sepa uno a qué atenerse, si le están tomando el pelo o se trata de una obra maestra? Pues precisamente mediante la creencia de que el arte es cosa interna del propio artista y de nadie más, anulando así toda posibilidad de crítica exterior.
Sin embargo, la esencia del arte es la comunicación (que viene de comun-icar, hacer común) y, para que exista esa comunicación entre el autor y el receptor, aquél debe “bajar” al terreno común, a un lugar de encuentro, y no encerrarse en un solipsismo estéril. Ese territorio común es lo que podemos llamar “ideología” o "juego común de lenguaje".
Ahora bien, en esto como en todo asunto humano, hay gradaciones y matices. Hay épocas en que la identificación del artista con la ideología oficial es tal que el artista como individuo desaparece y sólo resulta ser mano de obra ejecutora de programas artísticos oficiales elaborados por el poder político: el arte egipcio repitiendo durante milenios los mismos diseños, el escultor medieval reproduciendo una y otra vez los mismos símbolos estereotipados. El artista renacentista reivindica un ámbito propio y personal, al amparo de la ideología neoplatónica, en la que (siguiendo a Platón en el “Fedro”, 245a) la “manía”, la locura, “il furore” de los renacentistas, permite un contacto superior con la verdad del mundo de las ideas, accesible al artista que actúa como “médium” para el común de los mortales a quienes les está negada esa “locura” o “demencia” con que el artista ha sido bendecido por los dioses.
Pero hay que darse cuenta de que el artista renacentista, aun reivindicando para sí un papel crucial, lo hace en cuanto mero instrumento de una “verdad” superior, no es él mismo quien expresa su propia verdad, sino una verdad común que, debido a su carácter “especial”, él es capaz de percibir y transmitir a los demás por haber sido dotado de un don, el “genio artístico”.
Esa imagen del artista frente a sí mismo y frente a la sociedad permanece, queda fijada en el imaginario ideológico común, y subsiste incluso cuando el sustrato conceptual en que nació se fue diluyendo a lo largo de los años. A partir del romanticismo, cuando se empieza a consolidar el “politeísmo moral” a que se refería Max Weber, ¿de qué “verdad” es intermediario el artista? Sólo de la suya propia. El artista sigue instalado en el status de “genio” pero liberado de la obligación de representar algo distinto de sí mismo. Ya no hay necesidad de “comunicar” algo a los demás, salvo la propia subjetividad del artista que se ve, así, desligado de cualquier obligación de “rendir cuentas” a nadie de su obra, que se justifica sólo por sí misma.
En tal estado de cosas, en que la obra se juzga por sí misma en ausencia de referencia externa de contraste, el campo está abierto a cualquier sinvergüenza estafador: ¿cómo distinguir la obra de arte del camelo? Ésa es la justificada queja que podemos detectar en mucha gente.
Y, por eso, traté en mis mensajes anteriores de exponer la necesidad de, para entender el arte contemporáneo, disponer de un programa explícito que aclare qué es lo que se pretende exponer con la obra de arte. Sin él, nos hallamos carentes de referencias, no podemos juzgar, porque no sabemos de qué va el artista, y por tanto tampoco si nos hallamos frente a un estafador que nos pretende dar gato por liebre.