La Náusea
"La Náusea” de Jean-Paul Sartre, narrada como el diario de Antoine Roquentin, es una magnífica introducción a los principios del existencialismo: el hombre como mera existencia, sin una esencia previa que lo determine, con la correspondiente secuela de angustia ante el abismo sin cimientos en que se tiene que desenvolver. Y la correlativa crítica a ese pensamiento establecido por las personas de bien, que, con mala fe, pretenden reconducir y, en el fondo, aniquilar esa existencia que transcurre sin rumbo definido. Al tratarse de una obra literaria, el estilo no es tan abstracto, árido y argumentativo como en los escritos filosóficos convencionales. Una obra maestra que contiene pasajes como estos:
“A la entrada de la calle Chamade y de la calle Suspédart, viejas cadenas impiden el acceso a los coches. Señoras de negro, que sacan a pasear a sus perros, se deslizan bajo las arcadas, a lo largo de las paredes. Rara vez se adelantan hasta la luz del día, pero echan juveniles miradas, de soslayo, furtivas y satisfechas, a la estatua de Gustave Impétraz. No han de saber el nombre de ese gigante de bronce, pero bien ven por su levita y su chistera, que perteneció al gran mundo. Tiene el sombrero en la mano izquierda y apoya la derecha en una pila de infolios; es en cierto modo como si el abuelo estuviera allí, sobre ese zócalo, modelado en bronce. No necesitan mirarlo largo rato para comprender que pensaba como ellas, exactamente como ellas sobre todos los asuntos. Ha puesto su autoridad y la inmensa erudición extraída de los infolios que aplasta con su mano pesada, al servicio de sus pequeñas ideas estrechas y sólidas. Las señoras de negro se sienten aliviadas, pueden entregarse tranquilamente a las preocupaciones de la casa, a pasear el perro; ya no tienen la responsabilidad de defender las santas ideas, las buenas ideas de sus padres; un hombre de bronce se ha erigido en defensor de ellas”.
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“El doctor tiene experiencia; los médicos, los sacerdotes, los magistrados y los oficiales conocen a los hombres como si los hubieran hecho.
Me avergüenzo por M. Achille. Somos de la misma pandilla; deberíamos formar un bloque contra ellos. Pero me falló, se ha pasado al otro bando; cree honestamente en la Experiencia. No en la suya ni en la mía. En la del doctor Rogé. Hace un instante, M. Achille se sentía raro, tenía la impresión de estar completamente solo; ahora sabe que hay otros de su clase, muchos otros; el doctor Rogé los ha conocido, podría contar a M. Achille la historia de cada uno y decirle cómo terminaron. M. Achille es simplemente un caso posible de reducir con facilidad a unas cuantas nociones comunes.
Cómo me gustaría decirle que lo engañan, que está haciendo el juego a los importantes. ¿Profesionales de la experiencia? Han arrastrado su vida en el embotamiento y la soñera, se han casado precipitadamente, por impaciencia, y han tenido hijos al azar. Han visto a los demás hombres en los cafés, en las bodas, en los entierros. De vez en cuando, presos en un remolino, se han debatido sin comprender qué les sucedía. Todo lo que pasaba a su alrededor empezó y concluyó fuera de su vista; largas formas oscuras, acontecimientos que venían de lejos los rozaron rápidamente, y cuando quisieron mirar, todo había terminado ya. Y a los cuarenta años bautizan sus pequeñas obstinaciones y algunos proverbios con el nombre de experiencia; comienzan a actuar como distribuidores automáticos: dos céntimos en la hendidura de la izquierda y salen anécdotas envueltas en papel plateado; dos céntimos en la hendidura de la derecha y se obtienen preciosos consejos que se pegan a los dientes como caramelos blandos”.